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El Otro Zapata

El Otro Zapata

Entornos miércoles 10 de abril de 2019 -

El caudillo del sur se ufanó de no haber trabajado como jornalero; tenía predilección por la comida francesa, un carácter reservado e intuitivo, pero paciente; su independecia y su libertad fueron sus obsesiones

ALEJANDRO ROSAS

No tenía el carácter afable, abierto y desparpajado de Pancho Villa, ni su carisma para arrastrar multitudes, pero Emiliano Zapata era un caudillo natural, su gente lo siguió porque creyó en él; para su pueblo nunca fue “don” Emiliano, sino “Miliano”, “el jefe Zapata”, el “charro entre charros”.

Emiliano siempre se ufanó de no haber trabajado nunca de jornalero; al comenzar la Revolución tenía sus “tierritas” de labor y un establo que le permitían vivir desahogadamente, su capital por entonces ascendía a tres mil pesos, según sus propias palabras, suma que no era nada despreciable.

Su independencia y su libertad personal fueron sus obsesiones; se había dedicado al ganado, a la arriería, a la charrería, a la agricultura y hasta el comercio. “Fue uno de los días más felices de mi vida”, así se refirió a una ocasión en que una muy buena cosecha de sandías le dejó una ganancia de casi setecientos pesos.

Nunca vivió en una choza, su casa era austera pero construida de adobe y tierra y además tenía sus propios caballos. Desde niño le gustó usar pantalón y cuando tuvo una oportunidad, su primer pantalón de paño lo adornó con monedas de a real; repetiría la fórmula con sus trajes de charro a los cuales les compraba botonadura de plata.

Nunca fue un hombre de excesos; bebía coñac y cerveza, pero lo hacía con moderación; era de buen diente y todo terreno, pero tenía especial predilección por la comida francesa y disfrutaba los habanos.

Zapata no era de mecha corta pero tampoco era el simpaticón del pueblo; no bromeaba, ni se caracterizaba por risueño o dado al relajo, por lo mismo ni sus más cercanos se atrevían a jugarle una broma o agarrarlo de bajada. Era parco en palabras y rara vez se explayaba. “Profundamente reservado, calculadamante discreto –escribió Antonio Díaz Soto y Gama, uno de sus hombres de confianza-, sistemáticamente receloso, no era en verdad cosa fácil penetrar en su pensamiento. No era razonador, era intituivo. Y solía decir que la almohada era buena consejera”.

Desconfiaba de todo, particularmente de los “licenciados” y de los “ingenieros” de la ciudad. La capital del país, que conoció un par de veces antes de que la ocupara con sus tropas en diciembre de 1914, le causaba zozobra y le provocaba estrés. La primera vez que viajó a la capital lo hizo para hacerse cargo de los caballos de algunos hacendados, pero no pudo permanecer mucho tiempo, se sintió incómodo y regresó diciendo que los caballos vivían en mejores condiciones que los campesinos de Morelos.

Acostumbrado a la terracería de los pueblos, las calles asfaltadas y las banquetas de la ciudad también le provocaban curiosidad y, por supuesto, desconfianza.

“De que ando entre banquetas hasta me quiero caer”, solía decir.

Entre 1915 y 1916, mientras Obregón barría el Bajío con la División del Norte de Pancho Villa, Zapata tuvo tiempo de echar a andar su revolución desde Tlaltizapán, Morelos. Emiliano eligió una vieja construcción del siglo XIX, de una sola planta, para establecer su cuartel general y su residencia.

El general vivió solo durante más de año y medio. Como medida de seguridad envió a su familia al rancho Quilamula, pero en las noches no le faltaba compañía. En Tlaltizapán tuvo amoríos con una mujer de nombre Dolores y con Aurelia Piñeiro, y fue papá en dos ocasiones.

Durante el día, el patio de la casa se llenaba de campesinos que esperaban ver “al jefe Zapata”. Los secretarios Gregorio Zúñiga y Amulfo de los Santos ocupaban el corredor acondicionado para servir de oficinas y, ayudados por una taquígrafa, despachaban todo el día. La plana mayor del zapatismo se reunía en la casa del caudillo, donde Zapata tenía la última palabra en las decisiones militares, el dictado de leyes, la atención a solicitudes y sobre todo en la supervisión del reparto agrario que había comenzado en Morelos de acuerdo con los títulos de propiedad expedidos por la corona española en la época virreinal.

Luego de las horas de trabajo, Zapata y sus hombres se retiraban de la casa para reunirse en la plaza principal de Tlaltizapán a disfrutar del atardecer.

A la sombra de los árboles, los zapatistas y su jefe pasaban las horas hablando de caballos, de toros, de peleas de gallos, mientras los compases de la banda del pueblo amenizaban la tarde.

Entrada la noche, la gente comenzaba a retirarse y Emiliano regresaba a pie a su cuartel general. Con algo de cuerda todavía, en ocasiones organizaba alguna partida de naipes a la que también era afecto. Zapata siempre tuvo una devoción, el Padre Jesús, extraña imagen que se venera en el templo de San Miguel Arcángel en Tlaltizapán, en cuyo atrio, el general ordenó la construcción de un mausoleo para que ahí fueran sepultado él y sus hombres. Dice la gente del pueblo que llegaron a ver al Padre Jesús sentado en las ancas del caballo de Zapata para protegerlo.

“Miliano” no está sepultado en Tlaltizapán pero tampoco se encuentra en el Monumento a la Revolución, gracias a la abierta oposición de los veteranos zapatistas que lo impidieron; jamás habría descansado en paz junto al hombre que lo mandó asesinar: Venustiano Carranza.

A 100 años de su asesinato, sus restos se encuentran en Cuautla, en el lugar donde hasta las piedras son zapatistas.


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IM/CR

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