Cuando Ulises cursaba la secundaria tenía bajo su mando a cinco menores de edad. Su “negocio” comenzó robando la tienda escolar y pidiendo a compañeros cuota para no ser molestados. No pagar implicaba un minuto de puñetazos y patadas. De reincidir, a los golpes sobrevenía despojo de pertenencias, desde la mochila hasta los tenis.
La encargada de la tienda encaró a los infractores. Ulises le advirtió que si los acusaba, prenderían fuego al negocio. No lo tomó en serio y los denunció con el director del plantel.
Las autoridades escolares tomaron cartas en el asunto y resolvieron la expulsión de Ulises y su banda. Como recuerdo de su paso por aquella secundaria pública, una noche ingresaron al plantel e incendiaron la pequeña tienda. Días después destrozaron el carro del director y propinaron una golpiza a un excompañero que se atrevió a acusarlos. Sobre esos hechos no hubo denuncias formales.
No pasó mucho tiempo para que Ulises llamara la atención de un delincuente local, dedicado al jaripeo y a administrar fiestas de pueblo. Ulises aprendió rápido el arte de la extorsión a niveles superiores al que practicaba en la escuela y se encargó de cobrar cuotas a expendedores de alimentos y bebidas en palenques, jaripeos o charreadas.
A diferencia de sus primeras andanzas, el castigo a la víctima incluía otro nivel de violencia: la tortura. A los 16 años presenció un primer homicidio. Era un vendedor de ganado que incumplió un pago. A los 17, su jefe le obligó a propinar un batazo a una mujer de la tercera edad, como medida de presión a su esposo para pagar cuota por operar su restaurante. La señora murió a los pocos días. Así comenzó su carrera como sicario.
Ulises entendió que no había marcha atrás. Tanto su jefe como él pasaron a las filas del grupo criminal más sanguinario de la primera década del nuevo milenio. Tuvieron ritos de iniciación, les asignaron funciones y comenzaron a cobrar por privar de la libertad a personas, reportar los movimientos de las fuerzas del orden y muchos otros delitos.
Ulises fue detenido en 2012 junto con otras veinte personas -siete de ellas menores de edad- vinculadas al homicidio de un policía federal. Su historia la cuento a partir de entrevistas realizadas en el marco de su puesta a disposición.
Entre otras cosas, mencionó que era sencillo delinquir porque el territorio zacatecano era muy grande para la poca policía que tenía. También, que sabían que “los jefazos” no vivían en la entidad y que la mayoría de los responsables de delinquir en beneficio del cártel eran personas como él, provenientes de familias disfuncionales, en condiciones de pobreza y sin contención. Nada novedoso en el mundo del crimen organizado.
Una intervención eficaz en Zacatecas no puede ser reactiva. La solución no es más fuerza, sino más investigación. Existe demasiada experiencia acumulada en la zona para poner en orden a quienes desafían al Estado. El gobernador Monreal debe apostar por fortalecer capacidades civiles de investigación y así coordinarse eficazmente con la Federación, no a la inversa.
Las cabezas criminales que bañan de sangre a la entidad están lejos, pero tienen centenares de Ulises a sus órdenes, como sucede en casi todas las entidades asoladas por la delincuencia organizada. Así lo demuestra la captura de “El Fantasma” en Chihuahua, uno de los principales generadores de violencia en Zacatecas (misteriosamente liberado por un juez).
Partir de cero es pésima apuesta. Por los zacatecanos y el país, ojalá se entienda.
*Ulises es un nombre ficticio. La historia es real.