Mi abuela murió ayer. No pasó nada. No pudimos velarla en ninguna de esas funerarias bien iluminadas con alcatraces y olor a café quemado. No contemplamos las miradas perdidas de los que pasan a dejar flores bajo algún Cristo, ni preguntarnos por personas de otras épocas con los que tal vez, después de mucho tiempo, podríamos reencontrarnos en tan extraña noche. No pudimos llorar juntos. Carecimos de esa presencia radical, de esa entrega absoluta a la compañía que exige la ausencia recién venida de los muertos.
Siempre había querido saltarme todos los rituales fúnebres posibles. Le tengo miedo a los itinerarios del llanto; desconfío de quienes hablan con certeza y sin coordenadas del cielo y el infierno; y a pesar de su desconsuelo habitual, pocos espacios me parecen tan esterilizados e impersonales como las salas para un velatorio. Mi tía murió y no asistí al funeral por ser muy chica; mi abuelo falleció al iniciar el año y yo estaba de viaje. Ahora mi abuela ha muerto y la urgente desinfección de su habitación me impide velarla y decir “que se nos fue” o que “se ha marchado a un lugar mejor”. Hoy la muerte se siente sin más. Se cierran las cajas como se cierran las casas: sin promesas, sin consuelo y en soledad.
Ahora, en lugar de escuchar una retahíla sacerdotal con mi familia y amigos, prendo la televisión en mi cuarto y escucho sola los noticieros. Todas las transmisiones dan el recuento de los contagios y de los centenares de muertos por la epidemia; a la par, nos suplican desesperados que nos quedemos en casa. Estar juntos es ahora un riesgo luctuoso; nuestro encuentro, una muerte anunciada. “Vamos a morir solos”, pienso en un arranque de tristeza.
Antes de pasar a las penas del contagio en latitudes insospechadas, los conductores transmiten imágenes de ciudades vacías, de fachadas y avenidas desiertas que nos sobrecogen; fotografías de puertos en aguas quietas, de parques solitarios y sin aroma, de plazas sin viento y trajín. Entonces pienso distinto su silencio y su vacío: pienso en la compasión que habita en esa ausencia. Todos seguimos en esas ciudades, pero estamos detrás de sus muros. Como si nos asiláramos atrás de ella para sostener sus fachadas y mantener su paisaje. Ver esas ruinas nos permite llorar solos a nuestros muertos creyendo que, de alguna forma, estamos acompañados.
“La pérdida nos reúne a todos en un tenue ‘nosotros’”, decía Judith Butler; el “nosotros” de ahora —más tenue que nunca— depende de mantener la complicidad y la compañía desde las ventanas y las mirillas, y de saber esperar en soledad para que pronto el dolor de los demás sea mejor acompañado de lo que fue el nuestro.
Hoy velaré en casa por todos nuestros muertos.