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El placer del texto

El placer del texto

Columnas lunes 01 de febrero de 2021 -

El escritor francés Pierre Bayard publicó en 2007 la obra Cómo hablar de los libros que no se han leído, el cual parecería un tónico para el alma de quienes han deseado leer algunas obras clásicas especialmente voluminosas, por ejemplo, el Ramayana, y que, por los múltiples contratiempos, no lo han hecho. En su exposición reconoce que los discursos textuales son parte del tejido cultural de una sociedad y se puede llegar a ellos por segundas y terceras fuentes, sin abrevar en el original. Bayard aconseja recurrir a las enciclopedias, los paratextos, los dichos de otras personas, o bien, diríamos nosotros, a las redes socio-digitales donde abundan sitios, resúmenes y refritos que pudieran “suplir” la lectura directa.
Reconocer esta práctica supondría un acto de cinismo o de fraude académico e intelectual; sin embargo, hay personas que requieren una “cultura general” para interactuar en reuniones con amigos y tener una actitud asertiva (y agresiva), para ellas esta técnica les vendría como anillo al dedo; pues la regla es no quedarse callados nunca, sino tomar la delantera en cualquier tema o discusión, como aconsejan los “coaching” o merolicos y mercaderes del talento ajeno.
Pero sucede que la lectura –como se ha entendido desde tiempos de San Ambrosio, quien fue el primero, según lo refiere su alumno San Agustín, que leía sin mover los labios– es un acto personalísimo entre la palabra escrita y la mente de quien la asume. Es un diálogo profundo entre dos entidades que suelen introducir en la realidad presente un tiempo y un espacio diferentes, considerado como un mundo de ficción, en el cual participan el lector, la obra y el autor.
El vínculo entre lectores, autores y obras literarias es el lenguaje trabajado artísticamente; es la fuerza de las palabras cuya expresión suele halagar los sentidos de quienes las reciben. En consecuencia, no hay manera de transferir una experiencia lectora y sustituirla por otra cosa, ya que del amor y de su realización no se puede hablar sin que antes se haya sentido o vivido dicho sentimiento.
Y en este punto de inflexión se sitúa “El placer del texto” de Roland Barthes, un verdadero manifiesto a favor de las palabras, de su fuerza seductora y su capacidad para erotizar el paladar y los oídos del lector, como se aprecia en este soneto de Efrén Rebolledo: “Ruedan tus rizos lóbregos y gruesos/ por tus cándidas formas como un río,/ y esparzo en su raudal crespo y sombrío/ las rosas encendidas de mis besos./ En tanto que descojo los espesos/ anillos, siento el roce leve y frío/ de tu mano, y un largo calosfrío/ me recorre y penetra hasta los huesos./ Tus pupilas caóticas y hurañas/ destellan cuando escuchan el suspiro/ que sale desgarrando mis entrañas,/ y mientras yo agonizo, tú, sedienta,/ finges un negro y pertinaz vampiro/ que de mi ardiente sangre se sustenta.”


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