Columnas
El 1 de junio de 2025 no fue un día cualquiera en la historia de México. Esa jornada marcó un antes y un después en la forma en que concebimos la justicia, la democracia y la participación ciudadana. Por primera vez, el pueblo eligió directamente a jueces, magistrados y ministros de la Suprema Corte, en lo que fue la primera elección judicial del país. El resultado no solo fue un hito democrático, sino también un símbolo poderoso de inclusión y transformación: por primera vez, México tendrá a un juez indígena en la más alta instancia judicial del país.
Durante décadas, el sistema judicial mexicano fue criticado por su falta de cercanía con la sociedad. Lejos de ser un poder equilibrador, independiente y justo, se le percibía —y con razón— como una estructura burocrática, elitista, opaca y profundamente desconectada de la realidad social del país. Las decisiones fundamentales que afectan la vida de millones de personas se tomaban sin consulta pública, sin rendición de cuentas, y muchas veces, bajo influencias políticas o económicas.
El nuevo modelo cambia las reglas del juego. Que el pueblo haya tenido la posibilidad de elegir directamente a quienes interpretan y aplican la Constitución es una muestra de madurez democrática. No se trata solo de elegir personas, sino de reivindicar el derecho colectivo de decidir sobre el rumbo de la justicia, de apropiarnos de las instituciones que antes eran cotos cerrados del poder.
Por supuesto, este cambio no está exento de tensiones ni de críticas. Algunos sectores lo han calificado como una amenaza a la independencia judicial, señalando el riesgo de que los jueces se conviertan en actores políticos o respondan a intereses mayoritarios momentáneos. Sin embargo, estos temores deben ser puestos en perspectiva. La independencia judicial no se garantiza con la opacidad ni con nombramientos por cuotas partidistas. Al contrario, se fortalece cuando hay transparencia, rendición de cuentas y participación ciudadana. La legitimidad popular no debe verse como una debilidad, sino como una base más sólida para ejercer justicia en nombre de todos y todas.
Lo más significativo, sin embargo, no es solo el mecanismo electoral, sino lo que representa la figura del nuevo juez indígena que ocupará un lugar en la Suprema Corte. Su elección es más que un acto simbólico: es un reconocimiento histórico a los pueblos originarios de México, que durante siglos han sido marginados, excluidos y silenciados por las estructuras de poder. Que un representante de estas comunidades llegue al máximo tribunal del país no es solo un acto de justicia, sino también una promesa de que la voz de quienes han sido invisibilizados empezará, por fin, a ser escuchada.
Este juez no solo llevará su experiencia jurídica, sino también la riqueza de una visión distinta del derecho, arraigada en el respeto a la tierra, la comunidad y la palabra. Su presencia puede ser un puente entre dos formas de entender la justicia: la institucional y la comunitaria. Puede ayudar a construir una Corte más humana, más sensible y más conectada con la realidad de millones de mexicanos que nunca han encontrado justicia en los tribunales.
Lo que ocurrió el 1 de junio no fue una casualidad ni una moda pasajera. Fue el resultado de una exigencia social que viene de lejos, de una lucha por democratizar todos los rincones del poder. El desafío que sigue es inmenso: garantizar que quienes fueron elegidos cumplan con integridad, sabiduría y compromiso su papel. Pero el paso ya está dado.
México ha empezado a escribir un nuevo capítulo en su historia judicial. Uno en el que la toga no será solo un símbolo de poder, sino de servicio al pueblo. Y eso, sin duda, es un triunfo colectivo.
María Rosete