Columnas
Las personas, como las sociedades, necesitan de algo que ofrezca sentido a sus vidas, para que su permanencia en el mundo no sea simplemente un accidente más, sino que se transforme en “un algo” con sentido. Cuando alguien actúa en el mundo asimilando que su permanencia es hacia algo mejor, su quehacer se transforma en un hecho maravilloso que lo saca de la oscuridad, guiándolo hacia ese “algo más” que le confiere fuerza, e incluso le permite confrontarse con la multitud de desgracias que giran en torno a la vida del ser humano.
La filosofía, efectivamente, desde su nacimiento en la Antigua Grecia, ha pretendido ofrecer argumentos, desde la razón, sobre el sentido de la vida de la persona y de las sociedades, cosa que efectivamente también lo hace la religión desde la fe, y que si bien hay momentos donde la teología y la filosofía pueden coincidir, hay otros donde la filosofía, a través de sus diversas teorías, se confronta consigo misma, advirtiendo sus contradicciones, permanentemente inconforme, como el viejo Sócrates buscando corroborar el oráculo que lo nombro “el más sabio de los hombres”, porque asumía conscientemente su ignorancia, sometiéndose permanentemente a la confrontación de sus ideas, en esos inmortales diálogos que tanto Platón, como Jenofonte, nos han legado sobre la personalidad de su Maestro.
La filosofía cuestiona permanentemente, insegura de las conclusiones de la racionalidad humana, en eso radica una limitancia -que es propio de la imperfección nuestra-, pero también su grandeza: la desconfianza sobre argumentos que no pueden tomarse como verdaderos, sino hasta que lógicamente corroboren su valor epistémico. La lógica, hija de la filosofía e institutriz de las matemáticas y de toda la ciencia, con su espada flamígera, corta los cuellos de la inexactitud, y se revisa nuevamente, nerviosa por la constante del error.
La ética, otra de las hijas de la filosofía, que estudia los principios del comportamiento humano -tanto el bien como el mal-, busca argumentos que justifiquen o confronten determinada idea de deber ser. Expone siguiendo los principios de la lógica, y en su fundamentación erige el poder argumentativo, bajo los cánones del método que aspira a eliminar inconsistencias. La filosofía, hija de Grecia, defenestra la incorrección y puede ser tan exigente que aleje de su égida a los no iniciados. La filosofía requiere formación y esfuerzo, y no todos lo quieren afrontar.
La rigurosidad filosófica fue siempre patrimonio de las élites intelectuales, tanto laicas como religiosas. La buena educación no se entiende sin ella, al grado de asumir que “es la educación”. Nadie es realmente crítico, si no se ha adentrado en sus recursos y comienza por juzgarse a sí mismo, evitando las garras del fanatismo, aunque comprometiendo a los portadores de sus principios de una cosa: el ejemplo.