Fabiola Sierra
Luego de los resultados del domingo pasado sabemos que se acabó la farsa, al menos por ahora. La llamada Consulta Popular para “enjuiciar” a los expresidentes Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña, fue sólo un despilfarro de 500 millones de pesos, absolutamente inocuo, sin mayor beneficio social y con la única utilidad política de darle oxígeno al gobierno de Andrés Manuel López Obrador en medio de la tercera ola del Covid-19.
Los referendos, las consultas populares y, en general, los mecanismos de democracia directa permiten tomarle el pulso a la ciudadanía sobre temas específicos, y aunque en otros países algunos han logrado mitigar tensiones sociales importantes, al generar un cauce para la discusión política sobre temas muy sensibles como el aborto, la pena de muerte o el matrimonio entre parejas del mismo sexo; en las democracias incipientes son viles instrumentos de manipulación política o de linchamiento.
En nuestro caso, desde su origen, la “Consulta” nunca fue pensada como un mecanismo democrático para enjuiciar a los ex presidentes de la República. Sino como un instrumento de propaganda (uno más de los tantos que ha utilizado el gobierno lopezobradorista: la rifa del avión, el caso Lozoya, las malvadas farmacéuticas o las gaseras del demonio), para distraer a la opinión pública de los dos temas claves de la agenda pública: el número de personas fallecidas a causa de la pandemia, que medido en exceso de muertes, ya rondan el medio millón de mexicanos; y la crisis económica que nos ha costado 10 millones de personas más en pobreza.
Es tan burda la farsa que el 15 de septiembre de 2020 (en plenas Fiestas Patrias y al inicio de la segunda ola del Covid-19), el Presidente de la República envió al Senado la solicitud para la realización de una consulta popular sobre el posible enjuiciamiento de los últimos cinco expresidentes, pero ante la discusión y declaración de la inconstitucionalidad que la Suprema Corte hizo sobre la pregunta propuesta por el Primer Mandatario, ésta tuvo que ser reformulada, dando como resultado un planteamiento poco claro y ambiguo, que se tradujo en un escasa participación el pasado domingo 1° de agosto. Con una pregunta indescifrable, apenas dos meses después de la elección constitucional, sólo 7% de los electores respaldaron el absurdo presidencial.
El Ejecutivo Federal ha declarado que este ejercicio no fue un fracaso, y visto desde el punto de vista propagandístico no lo fue, porque López Obrador logró mantener en la discusión pública un asunto con el suficiente morbo político para que la gente olvidara (así fuera por unas semanas), que la variante Delta del Covid está cobrando vidas, que el número de contagios diarios ya supera el pico de enero, que seguimos sin suficientes medicamentos, principalmente oncológicos y sin vacunas contra el Covid-19.
Nunca hubo intención de llevar a los tribunales a los expresidentes, decisión que no requería de ninguna consulta sino de la aplicación de la Ley en los casos que así lo amerita. Se trataba más bien de montar un teatro, un espectáculo circense para el entretenimiento popular y el regocijo (ahora sabemos el tamaño) del voto duro lopezobradorista: 7 millones de personas.