Columnas
La peligrosa asociación gobernante-nación, ha sido la perversa fórmula defensiva de los déspotas amenazados. El gobernante, al ser una figura legitimada por el sistema constitucional vigente, debe su presencia al conjunto de instituciones que definen la legitimidad de su poder. Legislar sobre la legitimidad del poder no fue un capricho de nadie, sino una necesidad histórica.
Los estados nacen bajo las complicaciones de los tortuosos procesos de erigir un entramado institucional sobre las identidades locales, en muchos casos, conflictuadas con el tema religioso manifiesto en la Reforma protestante. Como consecuencia de la lucha, se puso en duda el viejo sistema iusnaturalista de la escolástica, que atribuía legitimidad al origen divino del gobernante. La ciudadanía ya no compartía las mismas creencias, por lo que el argumento de la legitimidad quedaría delegado exclusivamente al mandato de las leyes, que son un producto racionalizado de las sociedades, a la manera de lo que discute Jean Bodin en sus Seis libros de la República, cuando había que relegitimar a la monarquía francesa, en plenas guerras de religión. El calvinismo se extendía poderosamente sobre un territorio que tampoco terminaba de consolidarse bien a bien, y no podía arriesgar su legitimidad por cuestiones de fe. Soberanía sería el concepto surgido.
La soberanía implica la facultad de hacer leyes. Originalmente atribuida a los monarcas, pero que a lo largo de los procesos constitucionales de los siglos diecinueve y veinte, quedaría atribuida a los pueblos, que bajo un conjunto de leyes que así los definen, están comprometidos a obedecer. La influencia de Rousseau en ello será permanente. Los propios reyes, cada vez más lejanos al argumento de su divinidad, terminaron por acatar, como observamos durante sus proclamaciones, cuando juran respetar a sus instituciones por encima, incluso, de sí mismos. El “yo” antepuesto a la ley se llama despotismo. El “yo” implícito en la ley, se define como legalidad, presupuesto de legitimidad.
La nación es un entramado que nos remite a la lengua, cultura, tradiciones, historia… que refieren la identidad de los pueblos. No es un recurso físico, ni mucho menos lo encarna una persona, pues refiere a una común heredad a la que hay que mirar con los ojos críticos del que no intenta justificar sus crímenes, a la luz de una historia supuesta cargada de idealismos y heroicidades dudosas. Cuando los gobernantes intentaron fundir su legitimidad con la idea de nación y verse ante sus pueblos como una figura superior, semejante a la historia o la lengua, los despotismos lanzaron a sus pueblos a hechos miserables como la Primera Guerra Mundial representaría, pues no era morir por la nación, sino por un tipo miserable que, para sus fines personales, los arrojó en una trinchera que mataría a más de veinte millones de personas.