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La emancipación del lector

La emancipación del lector

Columnas lunes 21 de diciembre de 2020 -

Benjamín Barajas

El lector sale del anonimato, por lo menos en los ámbitos de la crítica y las teorías literarias, en los años sesenta del siglo pasado, gracias a los empeños de Roland Barthes, Umberto Eco y Michel Foucault, quienes restan autoridad al autor e infunden un poder excepcional a esa pequeña criatura que certifica la existencia y la pluralidad de sentidos de las obras literarias.

La importancia de esta conjetura, no obstante, resulta parcial si se le compara con el grueso de prácticas escriturales y de reflexiones sobre el hecho literario acumuladas a lo largo de la historia, que han ocurrido y seguirán ocurriendo sin la necesidad de los manuales de poética y preceptiva, que suelen ser ignorados por los artistas.

En este contexto, Levin Ludwig Schücking publicó en Alemania El gusto literario –traducido al español por Margit Frenk en 1950. Se trata de un estudio sociológico que aborda el asunto de la recepción de las obras artísticas, su “consumo” y los mecanismos de trascendencia para las generaciones futuras. El autor descubre las estructuras psíquicas que preservan los componentes del espíritu y las preferencias de los lectores de una época, aunque resulta muy complicado comprender o predecir lo que habrá de perdurar.

También en los años cincuenta Dámaso Alonso, en su Ensayo de métodos y límites estilísticos, considera que “Las obras literarias han sido escritas para un ser tierno, inocentísimo y profundamente interesante: el lector. Las obras literarias no nacieron para ser estudiadas y analizadas sino para ser leídas y directamente intuidas”; idea que pretende disolver las mediaciones del crítico o el profesor para que el lector, mediante su creatividad, se apropie del texto y lo recree, a partir de su experiencia y visión del mundo.

Para la teoría de la recepción, al igual que en la estilística, el lector es un creador en segunda instancia, pues de manera activa y dinámica llena de contenidos las porosidades de las obras literarias que, por excelencia, están inacabadas o incompletas y son el punto de intersección con los autores; se trata, para Hans-Georg Gadamer, de una “fusión de horizontes”, cuyo resultado es la comprensión del sentido del texto.

Pero si en el ámbito de la reflexión teórica se logra la reivindicación del lector, en el mundo de la ficción dicha figura siempre ha tenido un lugar de privilegio, como se muestra en los procesos de renovación estética esenciales de la historia. Uno de los casos más emblemáticos se encuentra en El Quijote, una novela que, según el narrador, nace de un manuscrito perteneciente al árabe Cide Hamete, que fue traducido por un morisco y entregado a Cervantes para que lo publique. En principio, el autor asume el “modesto” papel de lector, luego el personaje central, don Quijote, es un segundo lector, enloquecido por leer libros de caballerías, y contagia a las generaciones venideras con su locura.


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