Columnas
Israel González Delgado
Cuando un movimiento político está en ascenso, o en auge, tienden a perderse de vista dos cosas: la primera, que normalmente las ideas que enarbola un emblema o una persona, están ya en el clima cultural, y lo único que hace falta es, precisamente, un centro de gravedad que las represente. En segundo lugar, que el cambio social (real o pretenso) tiene siempre detractores, fuerzas opuestas. La primera implica que los seres providenciales son más producto de las circunstancias que de alguna condición sobrenatural, aunque puedan tener cierto carisma. Así, el papel que jugaron personalidades como Juan Domingo Perón en Argentina, Getulio Vargas en Brasil o Augusto Pinochet en Chile (para no colorear fuera de nuestro contorno), lo hubiese jugado alguien más, de no haber existido ellos. Lo mismo podemos decir en la iteración moderna de los populistas, como Trump, Modi o e señor Milei.
Esta postura, desarrollada por Emerson en su libro clásico de hombres representativos, no resta mérito a los individuos, simplemente renuncia al fervor casi religioso de los fanáticos (de ambos bandos) que ven anti cristos y mesías todo el tiempo en todas partes.
Las consecuencias de lo segundo (que cada movimiento nace junto con su contra movimiento) ignora el hecho de que las fuerzas sociales tienden a fluctuar en una suerte de péndulo, porque normalmente el optimismo o devoción por una ideología termina por prometer demasiado, y la realidad acaba quedándose corta en la realización de las esperanzas iniciales. Así que tarde o temprano la devoción se convierte en decepción, la ideología contraria toma el poder, y volvemos a empezar. No es casualidad (hablando en trazos grandísimos) que haya sido el feudalismo fragmentario lo que dio origen al absolutismo monárquico, utopía del poder centralizado, o que el primer liberalismo, caníbal y manchadito, preceda al Estado de Bienestar y la sobre regulación económica.
Es en este contexto, teórico e histórico, en el que se puede entender sin mayor sorpresa lo que está pasando en Argentina. El nuevo presidente, Javier Milei, llegó al poder con un discurso anti político y antisistémico, que siempre es eficaz cuando la sociedad percibe estancamiento o, peor, que su situación no deja de empeorar sin importar lo que el gobierno haga, diga o prometa. El simplismo estridente es el viejo confiable para canalizar el resentimiento de la multitud, y funciona igual para tomar un cuartel que para salvar a cualquier Barrabás.
En cuanto a su contenido, la plataforma de Milei es un refrito, casi a la letra, de la ensalada de ideas que los economistas de la escuela neoclásica regurgitaban hace un siglo, pero que adquirió influencia y tracción cuando el modelo del Estado intervencionista se agotó, en la década de 1980, por una serie de circunstancias que se parecían mucho a las que hoy vive Argentina, pero que en ese entonces privaban a nivel mundial: irresponsabilidad en el manejo de las finanzas públicas, moratoria en el pago de los servicios de deuda, inflación a niveles inmanejables, con la consecuente pérdida del poder adquisitivo de la moneda y los salarios, etcétera.
Como tales, las ideas de lo que hoy llamamos neoliberalismo no resisten un filtro histórico serio, porque donde se han aplicado al pie de la letra, ha habido un aumento considerable de la desigualdad y círculos viciosos de depredación corporativa que se autoreproducen, no desarrollo ni progreso. Véase el caso de Tailandia, Indonesia o el propio México a mediados de los 90s, o los numerosos casos de Europa del Este y los Balcanes luego de la caída del muro de Berlín, cuando Coca Cola llegó a salvarlos de sus aflicciones. Pero en la política coyuntural la historia y la evidencia no tienen ninguna importancia; lo único que la gente quiere es “una sacudida”, de lo que sea y hacia donde sea.
Por eso un programa económico fincado en una idea de la política (como desaparecer al Estado, o volverlo un gerente de capitales privados) toma fuerza cuando es adoptado por un movimiento populista, como en el caso de Milei. Pero los populismos, siendo muy eficaces para diagnosticar problemas (irracionalidad económica, pereza administrativa, sonambulismo monetario en el caso argentino), suelen ser muy torpes para instrumentar soluciones.
Básicamente destruyen instituciones y regulaciones sin sustituirlas por nada, hasta que intereses privados llenan ese vacío con unas que les convienen a ellos, creando un Estado mínimo pero predatorio. Aguas ahí.