Una noticia de diarios brasileños es sumamente llamativa: parece que algunos miembros del crimen organizado están imponiendo un toque de queda, de facto, en las favelas, y están repartiendo despensas y ayuda social para la supervivencia de los habitantes. Antes de que se ponga el lector en automático, no estoy haciendo una apología de los criminales, ni estoy haciendo juicios de valor. Estoy describiendo un hecho que otros medios de ese país están informando.
Dicho lo anterior, es inevitable reflexionar sobre un tema que ya hemos tratado; a saber, que un mafioso (o criminal organizado) es un delincuente con características particulares. La principal, que uno aprende con autores como Saviano y Gambetta, es la capacidad que tiene el mafioso para imponer un orden paralelo al orden legal, dentro de un territorio. Esto es, normalmente, también una necesidad, que surge de la ausencia de Estado en esa jurisdicción. Para llevar sus negocios en orden y conservar la tranquilidad social mínima que necesitan para poder vivir en esas comunidades, que los acogen, deben desempeñar funciones propias de una autoridad.
Así como cobran impuestos y derecho de piso (extorsión), también proporcionan seguridad (nadie más que ellos pueden ejercer violencia contra personas o bienes en esos lugares) e imparten justicia (es también revelador la mediación que realizan los líderes de colonos junto con los narcotraficantes en disputas vecinales dentro de las favelas). Naturalmente los criterios con los que se realizan estas funciones esenciales, que deberían ser del Estado, ni son ideales ni son legales. Simplemente son.
En este caso, llama la atención que estos actores, desde la ilegalidad, estén compensando la despreocupación que ha mostrado el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, que es ya un ejemplo mundial de indolencia e irresponsabilidad, por decir lo menos. Lo que a él le urge es que se mueran los que se tengan que morir para que regrese la gente a trabajar. Podemos decir que están garantizando la supervivencia de sus escudos humanos comunitarios, o cuidando la salud de sus clientes, porque sin ellos no hay negocio. Pero la imagen de un narcotraficante cuidando a la gente e imponiendo medidas sanitarias y dando ayuda social, es poderosa y perturbadora.
Esta situación me hace pensar también en el contraste de la crisis forense que se vive en otros países, como las dolorosas escenas de Ecuador, donde cadáveres yacen en la vía pública durante días, y personas fallecen haciendo cola en las salas de urgencia para ser atendidas. Me pregunto si Brasil, o Colombia, con una presencia amplia e histórica de narcotraficantes, también jugarán un papel que no puede decir nadie, en el manejo sanitario de la pandemia. Porque son ellos quienes mantienen un sistema informal e ilegal de salas de emergencia y cementerios (fosas), puesto que están acostumbrados a morirse por miles y no poder ir a los servicios de salud o funerarios comunes y corrientes. Ellos tienen los suyos. ¿Se utilizarán también como hospitales y cementerios de reserva, sin que nadie lo diga expresamente? Habrá que ver. Qué lejos está Brasil.