Columnas
La revolución francesa dejó muchas enseñanzas sin las cuales las sociedades modernas y sus sistemas políticos, no se habrían perfeccionado. Una de esas cosas sería la irrefutabilidad de la violencia con la que el pueblo puede reaccionar.
La narrativa de los vencedores, en pos de legitimar el régimen, hacen mutis de la hostilidad popular y lo edulcoran apelando a las mejores causas: “libertad, igualdad y fraternidad…”, por ejemplo, como si cada uno de esos nobles principios autorizaran a quien sea a, en su nombre, asesinar, calumniar o expropiar.
Cuando el Marqués A. de Tocqueville, nieto e hijo de importantes funcionarios de la corona depuesta, cuya familia viviera la satanización calumniosa de un régimen que decapitó a varios de sus miembros e hizo que su madre, lastimada por el testimonio de la sangre, viviera enferma con el recuerdo de sus antepasados asesinados por el pueblo envalentonado, duda de las supuestas virtudes populares, no es por la sola especulación.
Difícil sería afirmar que siendo el padre de nuestro Marqués y él mismo, miembros de la judicatura, fueran ignorantes de las consecuencias de ceder al sector popular todos los poderes del estado, apelando a una supuesta legitimidad basada no en el mérito y el conocimiento, sino en el mismo número que en desorden, había devastado a su propia familia y a su país.
La experiencia revolucionaria, traduciría los principios de autores que tanto influirían en el autor de La Democracia en América, como Locke y Montesquieu, que partiendo de fundamentos diferentes (el liberalismo del primero y el naturalismo del segundo), llegaron a conclusiones semejantes, al fundamentar un sistema estatal en donde ninguno de sus grupos sociales ostentara un poder absoluto, llámese el Rey, los Nobles o el Pueblo.
Esos tres sectores, representados en el entramado constitucional, además de tener una parte del poder (ejecutivo, judicial y legislativo respectivamente), literalmente, al ponerse el pie los unos a los otros, el sentido de pesos y contrapesos, activaría un repelente natural a la acumulación del poder de uno sólo de ellos, pues al vivir en confrontación perpetua, el sano equilibrio de la libertad se lograría y lo que la destruye, la tiranía, sería obstaculizada por los contingentes confrontados.
Las sociedades libres se confrontan, pero bajo un orden constitucional que evita el descontrol. El objetivo de la legalidad es que los interesados luchen bajo el cause de las normas que se dan a sí mismos, y si alguien acumula poder, sea el pueblo con el legislativo o el ejecutivo con la demagogia, tengan en la mesura de la especialización moderada del poder judicial, un árbitro que en nombre de la legalidad, llame al orden. Fracturar ese equilibrio, así sea apelando al pueblo, tiene un nombre: tiranía.