Columnas
La desgracia de una nación comienza cuando su gente se niega a ver la realidad y a asumir las consecuencias de sus acciones. Hoy en día, vemos cómo muchos personajes que se han consolidado en el poder ahora lo utilizan como un garrote contra sus opositores, después de haber sido ellos los más agresivos desde la oposición, insultando a quienes, por mandato ciudadano, gobernaban la nación.
Estos políticos, que desde siempre se han asumido como representantes del pueblo, en realidad son incapaces de vivir como él. Viajan en primera clase, envían a sus hijos a las mejores escuelas privadas —nacionales o internacionales— y, como el señor Noroña, se llenan la boca diciendo: “No soy austero, pero nunca he robado”. Afirman haber servido siempre al pueblo, pero no están dispuestos a renunciar a los privilegios que el sistema les ofrece bajo la lógica de que “si puedes pagarlo, puedes acceder a ello”. Esta postura contradice todos los principios que han enarbolado como banderas de lucha. ¿No es acaso una profunda incongruencia ética e ideológica?
Hablamos del actual presidente de la Cámara de Senadores, quien durante más de tres décadas ha asumido una postura crítica y combativa contra la derecha. Muchos dirán que tiene derecho a disfrutar de los frutos de su esfuerzo, lo cual, en sí mismo, no es inmoral. Pero lo verdaderamente inmoral es que no ha aportado nada tangible al país, más allá de críticas y bravuconadas. Ha vivido de los impuestos de los mexicanos, y los lujos que hoy se da son producto del esfuerzo ajeno.
Noroña no representa a la izquierda, ni al maltrecho Movimiento de Regeneración Nacional; representa a todos aquellos políticos incapaces de cumplir con el mandato popular de mejorar el desarrollo económico de los ciudadanos, de garantizar una gobernabilidad para todos los mexicanos, y no solo para los suyos. Representa a la “ministra del pueblo” que ahora viaja en grandes camionetas; a secretarios cuyos hijos asisten al Colegio Alemán; a gobernantes que violan las leyes para cumplir sus objetivos. Para ellos, eso de que “la ley es la ley” es solo un eslogan vacío.
El señor Noroña es, en todos los aspectos, superior a Juan Vargas —personaje principal de La ley de Herodes— al grado de utilizar toda la maquinaria del Estado para doblegar a un ciudadano, exigiendo una disculpa pública en el pleno del Senado, por haber dicho lo que muchos pensamos. Pero yo me pregunto: ¿qué hacía un político de izquierda en un salón exclusivo del aeropuerto? ¿Acaso no sabe que, tal como él mismo lo ha hecho en múltiples ocasiones, los ciudadanos tenemos derecho a increpar la ignorancia y el mal desempeño de los “servidores públicos electos”? ¿Dónde está la ofensa? ¿Acaso ahora el presidente del Senado ha pasado de ser un hombre combativo a una muñeca de cristal, frágil e intocable?
A pesar de su incongruente forma de actuar, Noroña continúa buscando culpables. En medio del dolor de muchos por los sucesos del pasado martes, lanza aseveraciones y denuncia una supuesta campaña de agresión promovida por la derecha contra el gobierno, sin asumir la responsabilidad ni reconocer la incapacidad que se ha tenido en los últimos años para combatir la inseguridad y el crimen.
Esta forma de actuar no es exclusiva de este personaje; es el reflejo de una actitud extendida entre quienes hoy ostentan el poder.
La respuesta a todo lo planteado la conocemos todos, y se resume en un dicho popular que reza: “No es lo mismo ser borracho que cantinero”. Es muy fácil opinar desde la comodidad de no tener que hacer las cosas, pero muy difícil es desarrollar los proyectos que realmente permitan el progreso. Se les olvidó a los de izquierda que hoy gobiernan el país que esta no se defiende desde los privilegios del poder, sino que se construye con coherencia, compromiso y humildad para aceptar las críticas de quienes no piensan igual.
El problema con muchos políticos del actual gobierno —llámense como se llamen— es que se les ha olvidado que el bienestar no era para ellos ni para los suyos: era para todos. Se les olvida que no se buscaba una sociedad donde la mayoría viva con un salario mínimo —aunque lo aumenten— mientras se empobrece al pueblo, sino una en la que existan oportunidades reales que permitan mejores sueldos y desarrollo, en un clima de prosperidad generalizada.
La transformación no comienza con el discurso, sino con una planeación clara, que no desperdicie el dinero público en excesos ni en obras faraónicas sin beneficio real para el país.
Pero, por desgracia, esa transformación hoy no existe. La gran mayoría de los políticos han olvidado su encargo... o simplemente lo desconocen, extraviados en el deleite del poder.
Javier Agustín Contreras Rosales. Colaborador de Integridad Ciudadana AC, Contador Público, Maestro en Administración Pública @JavierAgustinCo @Integridad_AC