PEMEX no puede dejarse a la deriva

Los columnistas y políticos que lamentan el “desperdicio de recursos” en Pemex, no entienden la compleja relación entre esta empresa productiva estatal y las finanzas públicas, entre ambas y la confianza de los mercados internacionales que compran obligaciones de deuda mexicana, o entre la calificación de deuda de Pemex y la de deuda país. En opinión de muchos, peso que se le meta a la empresa petrolera es peso tirado a la basura, y forma parte de una ocurrencia política con fines estrictamente simbólicos; recuperar la famosa “soberanía”, que según los ejecutivos de la banca de inversión y sus discípulos, ya no significa nada, y es una reliquia de otro siglo. Pero no, lo que es falso es este diagnóstico.

Sería bueno que esos opinadores, o cualquiera que comparta su punto de vista, desarrollaran su idea hasta las últimas consecuencias. Es decir, qué pasaría si todo el dinero que se va a Pemex, se fuera a “salud” o a “educación” o a lo que ellos quieran, así con esa soltura de papá malgeniudo. Y lo más interesante de todo, cómo se haría. Como recordatorio de tragedia, es hora que no se ha terminado el proceso de liquidación de Ferrocarriles Nacionales (que empezó en 2001), y el procedimiento de liquidación, venta o extinción de SATMEX, anda dando tumbos desde 2011; es posible que ni los abogados que llevan el caso sepan bien a bien en qué va o qué sigue. No los culpo. Ya quiero ver cuántos siglos duraría la liquidación de Pemex. Y eso sólo en su dimensión jurídica.

Pero resulta que nadie ha esbozado, siquiera en trazos largos, los escenarios económicos de dejar que Pemex quebrara (se concursara, en términos jurídicos). Lo que asoma es un simplismo muy típico de los libertarios, rudimentario, que implica dejar morir a una unidad económica que no es rentable, porque si lo fuera, el mercado mismo, en su sabiduría, garantizaría su supervivencia.

Pemex no es una empresa común y corriente, porque durante casi un siglo ha sido indisociable de las finanzas estatales en su integridad. Tanto cuando ha producido mucho como cuando no, tanto cuando el barril de petróleo ha estado caro como cuando ha estado barato, la planeación del gasto público, los ingresos programados (hubo décadas que todo lo que ingresara a Pemex, todo, se le cobraba como impuesto), y otras variables, han creado una dependencia mutua.

Hoy la economía mexicana está mucho menos petrolizada que en el pasado, pues la gran crisis económica de 1981 y subsecuentes, tuvo como origen, precisamente, la falta de diversificación de las finanzas estatales en su programación y en su ejecución. Se dependía sólo del petróleo, pues, y cuando bajaba de precio o se dejaba de producir, pues adiós recursos. Pero aún hoy, para efectos prácticos, si la calificación de Pemex baja, la de México como país, también. Dejar quebrar a la petrolera provocaría una crisis, no en la empresa, sino en la economía mexicana en su integridad. En un marco más amplio, hay una idea en el núcleo de la tendencia nacionalista que en todo el mundo está tomando fuerza, y que se dirige precisamente al control de los recursos naturales de los países o a su infraestructura crítica, aquella que permite dotar de servicios básicos a la población.

De lo que se está hablando ahora es de agua, luz eléctrica, gasolina; se cree que las siguientes crisis van a ser de suficiencia de esos recursos y los Estados temen que sean las corporaciones las que decidan los destinos nacionales, por haber cedido los gobiernos el control de todo aquello. Si esta idea está bien dimensionada, si la vía para revertir esta tendencia es la correcta, si es parte de un movimiento neo publicista que modere la depredación corporativa permitida por la desregulación del modelo neoliberal, todo eso, está por verse. Pero no es la ocurrencia de políticos que añoran los setenta, es mucho más que eso.