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Puebla Ensangrentada

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Columnas jueves 27 de febrero de 2020 -

La responsabilidad, en torno al manejo de las palabras, siempre ha sido una preocupación perfectamente legítima de la filosofía política. Todos los regímenes más miserables han comenzado su ofensiva a través de extravagantes discursos dirigidos a los sensibles oídos de las huestes. Increparlos, instando al despierte de sus instintos, en buena medida gracias a las peroratas de un líder que pareciera haber encontrado la solución a todos los problemas de origen, lo convierten en “sensato”, en “valiente”, en “confiable”, y los pueblos se entregan a las extravagancias más fabulosas porque “él” tiene la solución y sabe quiénes son los culpables de tanto sufrimiento.
La “virtud” metafísica del demagogo tiene buena parte de su encanto en el desencubrimiento de los “culpables”, que puede ser no otra cosa que una treta inventada para legitimarse a los ojos de su comunidad de creyentes. El discurso político que fabrica culpables, fundamentalmente fija su atención en un segmento de la población evidentemente más favorecido ya sea por cuestiones económicas, educativas, raciales, religiosas… o todas ellas juntas. La evidencia es la obviedad de su condición y elucubrar sobre su origen. Esos beneficios no pueden deberse a otra cosa que al “despojo” de otros, de aquellos “inocentes” a los que el demagogo cubre con su manto beatífico de redentor: “Él” sabe quién es culpable de la pobreza, la ignorancia, la segregación, y no puede equivocarse.
Cuando el presidente de la República se ha dedicado a señalar a través de términos degradantes a los sectores más ilustrados del país, llenando de oprobio su nombre, construyendo una intrincada red de acusaciones rodeadas de esa parafernalia de dictadura caribeña, con “ilustraciones chistosas” para un sector de la sociedad que se sabe agraviado de alguna manera, entonces se arroja el combustible requerido para la ebullición de la sociedad.
La irresponsabilidad de la demagogia presidencial es un potencial elemento del incremento de la violencia, de inspirar a maniáticos vengadores que, siguiendo la mesiánica palabra, se transforman en redentores al servicio de la “causa justa”, del verbo encarnado en ese profeta de la democracia. Nada justifica la violencia contra otro ser humano. En el caso de que esos seres humanos sean personas de valía para la sociedad como los tres estudiantes de medicina de la Upaep y de la BUAP. Tres chicos que, para su desgracia, nos han representado a toda la comunidad universitaria nacional amenazada por el fragor de un crimen que esconde la frustración de un sector de vengadores. El pauperismo social que de suyo nos debe provocar indignación y motivarnos a los universitarios a borrarlo de nuestra sociedad, no se quita con llamados de odio. La consecuencia se puede manifestar en esto: el asesinato producto del resentimiento enaltecido.


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