Israel González Delgado.
En México todos le mentamos la madre al árbitro, sin importar que nuestro equipo gane o pierda el partido. Tenemos una tendencia a creer que las reglas son absurdas, están diseñadas solo para perjudicarnos y, por si fuera poco, nosotros, por ser únicos e irrepetibles, siempre somos la excepción a cualquier regla. Creo que, cuando una controversia se sujeta a la determinación arbitral, parte de nuestro placer cultural consiste precisamente en cuestionar la decisión, sea la que sea, y de paso poner en duda la legitimidad del árbitro (porque alguien siempre lo tiene comprado, se supone). Quizás sea por eso que en el deporte más popular en México, el fútbol soccer, la repetición instantánea como herramienta para dirimir jugadas poco claras ha tenido tantas resistencias. A lo mejor se aclararía la jugada en el momento, pero no serviría para las horas de acalorado debate en la oficina, ni para que llenaran la hora los programas de análisis donde las personas visten de traje y se gritan unos a otros sobre si algo era fuera de lugar o no. Y no lo digo de burla, me parece que nosotros necesitamos eso, es parte de nuestro mapa de significado como mexicanos.
Pienso que, además, no nos cuesta trabajo echar culpas y crear resentimiento alrededor de quien ojahace las reglas, y quien las aplica (si son la misma entidad o persona, mejor). Es cierto que en el diseño de toda norma está el sesgo, consicente o inconsciente, de quien la diseña. Baste recordar que, casualmente, las pruebas de “inteligencia” diseñadas por varones blancos en la década de los sesenta, que tanto tiempo sirvieron como brújula a universidades y empresas, tenían en su esqueleto lo necesario para que las calificaciones más altas las obtuvieran, también, varones blancos. Y Oliver Wendell Holmes nos enseña que detrás de una decisión judicial, además de su conocimiento jurídico, están todos sus prejuicios, su historia personal y hasta su estado de ánimo; la neutralidad absoluta es una quimera. Pero en México somos especialmente proclives a sospechar de cualquier autoridad que dirima una controversia. Los penaltis mal marcados en contra de la selección mexicana en los mundiales de fútbol, pasan a formar parte de los anales de la historia con la misma dignidad que cualquier batalla militar perdida (que son casi todas). Las descalificaciones de jueces alemanes contra nuestros competidores de caminata cuando van de punteros en las olimpiadas se viven como una prueba más de que a los pueblos buenos les pasan cosas malas. Y si el mismo árbitro decidió una jugada controvertida a mi favor el domingo pasado, pero en el partido de este sábado me falló en contra, entonces es un maldito al que ya le llegaron al precio, o simplemente no me pudo joder antes porque de verdad no había podido. Por eso no se puede ser árbitro y consentido de la afición al mismo tiempo. Pasa en el fútbol, pasa en la política, pasa en México.