Columnas
Norbert Elías, ese grandioso sociólogo germano, cuya obra maestra El Proceso de la Civilización, fue dedicada a la memoria de sus padres asesinados en Auschwitz, ahonda en las consecuencias de una sociedad que “ha perdido sus formas”, esto es, los recursos que la cultura va adquiriendo a lo largo de la historia para evitar que la violencia cunda. Al referirnos a las consecuencias de actos perjuiciosos, lo podemos ejemplificar remitiéndonos a una persona que sea incapaz de tolerar una corrección simple a una actividad por ella realizada. Supongamos que la corrección a su trabajo le insulta irremediablemente y su puesta a la defensiva, exagerada y grotesca, inmediatamente genera una reacción por respuesta que efectivamente varía según la circunstancia y el nivel de tolerancia de los soportantes, y que pueden ir desde una simple burla y marginación de actividades del personaje violento, hasta la confrontación más abierta.
Una persona carente de formas ha perdido –o jamás adquirió- uno de esos máximos principios que se transmiten a las personas que pueden asumir su civilidad: la capacidad de autolimitar las pasiones, o bien, en el mejor de los casos, comprender analíticamente cuando uno es el responsable del hecho negativo, aceptando con madurez las consecuencias de sus actos. En todo caso, la posesión de formas, implica limitar o evitar el conflicto abierto. Una sociedad, al igual que una persona, que ostenta maneras rigurosas en su comportamiento cotidiano, no es por una ingenuidad endulzada con el refinamiento de sus maneras, al igual que una persona exquisita de gusto, eso puede implicar la maravillosa capacidad para contener una violencia latente capaz de estallar en cualquier instante. Elías, al estudiar en La Sociedad Cortesana el caso de la Corte de Versalles, no está simplemente estudiando el “por qué” del uso del tenedor en la mesa, o las diversas entradas en la real habitación para arropar al monarca. Nuestro autor estudia a un grupo social poderoso: la aristocracia, recién salida de una serie de contiendas terribles del siglo diecisiete, a los que para evitar que se exterminaran, se les impuso el rigor de la etiqueta y la contención de una ceremonia. El enojo ahora no implicaría la movilización de ejércitos, sino la sumisión a las normas que, en su caso, el Rey y la Iglesia encarnarían.
El debilitamiento de las formas, cuando ya todo el ceremonial pierde sentido, y el grueso social, extraviado en sus referentes axiológicos, quedan silvestres ante situaciones cotidianas que poco a poco la arrojan a un estado de naturaleza que los retorna a la violencia. El deber de un gobernante es, al menos cuidar y mantener sus formas, comenzando por el vocabulario, porque al igual que la persona intolerante a la crítica, el déspota puede estar engendrando el monstruo de su hundimiento.