Columnas
@onelortiz
Desde que Donald Trump regresó a la Casa Blanca, su estilo de gobierno ha sido más parecido a un episodio de El Aprendiz que a una administración presidencial tradicional. Como en su antiguo reality show, el magnate convertido en político impone condiciones, exige lealtad absoluta y busca humillar públicamente a quienes no cumplen sus expectativas. Su manera de hacer política se basa en la confrontación y en el espectáculo, pero la diferencia es que ahora no se trata de aspirantes a un puesto en su empresa, sino de líderes mundiales, aliados históricos y millones de ciudadanos que ven sus vidas afectadas por sus decisiones.
Al igual que en su programa de televisión, Trump utiliza la estrategia del ultimátum. Con amenazas de aranceles, sanciones y bloqueos comerciales, ha convertido la política internacional en una sala de juntas donde solo él tiene la última palabra. Para él, los acuerdos multilaterales son irrelevantes si no se alinean con su visión personal de "ganar" a toda costa. Su negociación con México en torno al tema migratorio y del fentanilo es un claro ejemplo: con la amenaza de imponer aranceles del 25%, presiona al gobierno mexicano a desplegar la Guardia Nacional, entregar narcotraficantes, en una jugada que dejó claro que en su reality show de la política, no hay espacio para socios, solo para imponerse.
En el ámbito interno, su administración también funcionó bajo la misma lógica. Sus propios funcionarios, incluidos los secretarios de Estado y de Defensa, sabían que bastaba una mala jugada para ser despedidos vía Twitter, sin mayor protocolo que un simple “Estás Despedido!” disfrazado de un escueto comunicado. La lealtad personal era la única moneda de cambio, y aquellos que intentaron contradecirlo –como James Mattis o John Bolton– terminaron en la lista de despedidos, tal como en los episodios de su programa.
Sin embargo, la política no es un juego de televisión. En el mundo real, las decisiones de un presidente tienen consecuencias que van mucho más allá del rating. La comunidad internacional no es un panel de empleados esperando su veredicto, y los países no son simples concursantes que buscan su aprobación. Trump nunca entendió que el liderazgo requiere algo más que frases pegajosas y posturas teatrales. Gobernar no es un espectáculo, y mucho menos un monólogo en el que solo su voz cuenta.
Al final, alguien tendrá que recordarle a Donald Trump que la Casa Blanca no es un set de televisión y que, para bien de Estados Unidos y del mundo, su reality show ya debería haber terminado. Ya empezo Ucrania con ese baño de realidad. ¿Quién sigue? Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.