Columnas
Una tradición tras los procesos electorales presidenciales desde que en 1976, sin competencia alguna, José López Portillo ganó la presidencia de México, fueron las reformas al sistema electoral.
El signo de la elección presidencial previa, sus mayores defectos, marcó la ruta para corregir las instituciones político electorales.
Ante la nula competencia, la reforma de 1977 buscó facilitar la existencia de partidos políticos que legitimaran la competencia electoral. Ese es el origen de los diputados de partido que después se transformaron en los diputados de representación proporcional o plurinominales.
Tras la elección de 1988, surgió la credencial para votar con fotografía, como un candado ante la amenaza de alteraciones al resultado de las urnas.
En 1996, tras el sexenio de Carlos Salinas y la elección de Zedillo, y ante la desconfianza en el árbitro electoral a manos del Ejecutivo, se optó por “ciudadanizar” y darle autonomía al Instituto Federal Electoral. Nunca más la secretaría de Gobernación sería juez y parte.
En 2007, tras la intervención indebida del presidente Fox y grupos empresariales en la elección de 2006 -injerencia denunciada por el propio Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación- cambió el modelo de comunicación política. Los “spots” de radio y televisión serían administrados por el IFE.
En 2014, la Reforma Electoral se enfocó en concentrar la función electoral en el organismo nacional. El IFE se transformó en el Instituto Nacional Electoral y los institutos electorales de los estados perdieron facultades frente al INE.
El objetivo era quitar la posibilidad de que los gobernadores intervinieran en las elecciones locales para torcer los resultados. Así, los titulares de los Organismos Públicos Locales Electorales (OPLE) ahora serían designados por el Consejo General del INE.
De un tiempo para acá ha habido un discurso dominante sobre cuán costoso es el sistema electoral mexicano, lleno de candados y desconfianzas, y de partidos políticos receptores de financiamiento públicos, poseedores una de las más bajas credibilidades en el concierto de las instituciones mexicanas.
Tras la elección de 2018, con un candidato que hizo del combate a la corrupción y la austeridad sus banderas, se perfilaba un nuevo parche para “perfeccionar” las instituciones democráticas a través de la desaparición de los OPLE.
Así, el INE absorbería las pocas facultades que desde 2014 se les dejó a los institutos electorales de los estados y, de acuerdo con legisladores de Morena, habría ahorros en la costosa democracia mexicana.
Como en toda reforma electoral hubo quienes advirtieron, con razón y sin ella, de riesgos de concretarse los cambios propuestos.
La experiencia de más de 40 años de reformas electorales nos deja ver que las soluciones a los problemas democráticos dan pie también a nuevos problemas de operación del sistema electoral.
La democracia en México no es un camino siempre ascendente, donde el territorio ganado permanece para siempre; es más bien un camino siempre inacabado, sinuoso, con destino incierto, en constante remodelación y con muchas resistencias al cambio.
Este sexenio que termina será el primero en cuatro décadas sin un ajuste al sistema de partidos e instituciones electorales. Será también el primero en el que la oposición encabezó la lucha por mantener el status quo.