Francisco Castellanos
Hoy en occidente sufrimos un profundo desencanto con la democracia. Es indiscutible que diversos sectores de la sociedad han perdido la confianza en lo público: gobierno, autoridades, partidos políticos e instituciones.
La relación entre quienes detentan el poder y la sociedad no tiene suficiente dosis de confianza; por el contrario, las relaciones políticas de abajo hacia arriba están impregnadas de sospecha, decepción y enojo, lo que ha provocado un profundo desinterés y apatía en las personas.
Si a esto sumamos unos resultados poco óptimos en la materialización de los aspectos más apremiantes en las últimas décadas en temas como: economía, seguridad, acceso a la salud, empleos bien remunerados, desarrollo y crecimiento económico, Estado de Derecho, acceso a la justicia y respeto a los derechos humanos, los incentivos para ir a votar el próximo 6 de junio en México parecerían pocos, por no decir que nulos.
Entonces ¿para qué ir a votar?
Debemos votar porque el problema actual de nuestra democracia no descansa ya en la validez de las elecciones, sino en lo que pasa una vez que las personas electas acceden a los puestos públicos. En México, pensamos o preferimos pensar que nuestra participación en la vida pública termina ahí: el día de la jornada electoral. Nada más alejado de la realidad, votar es el primer paso de nuestra participación, sin el cual nada de lo demás puede suceder, pero no el definitivo.
El problema actual se presenta en un plano sustantivo, es decir, que en la realidad los planes, programas, leyes o políticas públicas, no incluyen de manera prioritaria las necesidades y demandas de los distintos sectores de la sociedad, o dicho en otras palabras, la política de arriba hacia abajo pareciera no tener en su agenda la satisfacción de lo que la sociedad exige.
Nuestra democracia se encuentra en una transición entre el aseguramiento de que las elecciones sean legales y legítimas –aspecto que considero hemos superado después de 30 años de esfuerzos colosales de distintos sectores- y la materialización de las necesidades de las personas en la vida real.
Como ha dicho con razón Yascha Mounk, la democracia constitucional es un sistema político en el que la mayoría electoral no puede hacer lo que quiera; y en la que gobiernos, órganos públicos, autoridades y partidos políticos, deben respetar los derechos de todas y todos y convertir las preocupaciones y solicitudes de la sociedad en acciones concretas que transformen positivamente la vida de las personas.
Estoy convencido de que debemos transitar definitivamente a la siguiente etapa de la democracia: la sustantiva. Para ello, primero necesitamos ir a votar, y luego, comenzar a ser una ciudadanía activa, involucrada y comprometida que se movilice y exija a quienes nos gobiernan mediante los medios y posibilidades que nuestra Constitución nos otorga, para que las personas electas trabajen con una sola finalidad: propiciar mejores condiciones de vida.