Benjamín Barajas
Algunos teóricos de la comunicación suelen decirnos que vivimos en la sociedad del conocimiento. Nunca como ahora en la historia humana, comentan, se puede adquirir información a una velocidad sin precedentes, y todo ello es posible gracias a que hemos sofisticado nuestras herramientas de búsqueda y a que han aumentado las posibilidades de almacenamiento. Los dispositivos son tan pequeños como un grano de mostaza, pero tienen la capacidad para contener la enciclopedia británica, por ejemplo.
Estos logros de la informática son incuestionables y, sumados a las otras áreas de las ciencias, incluida la medicina, parecieran conducirnos a un mundo sin necesidades por satisfacer, sin dolor, sin los calosfríos elementales de la muerte; pero los acontecimientos recientes nos recuerdan, una vez más, que cada avance científico genera nuevos vacíos, más perplejidades y nos coloca en situaciones de indefensión.
Al respecto, el lingüista Sebastià Serrano comenta en su libro El regalo de la comunicación: “La sociedad del conocimiento representa la memoria casi infinita y la globalidad generalizada. Un crecimiento espectacular de la independencia de las personas, como consecuencia de la cantidad de información disponible, pero también, y muy paradójicamente, de la fragilidad y la vulnerabilidad”.
Las fragilidades son frecuentes debido a los movimientos telúricos, los desastres climáticos, las sequías y la hambruna y, como ahora, ocasionadas por una epidemia que ha sumido a la humanidad en una de las peores crisis sanitarias de su historia. Y todo ello no se puede prever o evitar con la prodigiosa tecnología disponible, al menos, entre los gobiernos y empresas de los países más poderosos.
La paradoja de las sociedades del conocimiento y la información nos muestra que, a pesar de todo este arsenal de datos, seguimos incomunicados y carecemos de los conocimientos elementales para lograr una interacción social basada en los saberes básicos. El Homo sapiens cede su lugar al Homo videns de Giovanni Sartori, el cual ha sustituido el pensamiento, la abstracción, por el acto reflejo que le proveen las imágenes.
La actual pandemia ha sacrificado la comunicación interpersonal, el diálogo, la copresencia de las personas. El aislamiento ha detonado patologías depresivas que encontraban su alivio mediante la convivencia entre congéneres en los espacios privados y públicos. La raíz de la comunicación estriba en esa puesta en común de nuestras alegrías y tristezas para darles un cauce, una salida a las pulsiones energéticas.
Pero cuando se piensa en intercambio, o diálogo, uno suele referirse al lenguaje verbal. Sin embargo, el lenguaje no verbal es el que más se ha sacrificado a lo largo de estos meses. El tacto, las miradas, los olores, el gusto…, todo ese reino de los humores que nos vinculan a la naturaleza parecieran haberse evaporado en las superficies de las pantallas; de ahí la importancia de reivindicar la parte instintiva, innata, de los fenómenos comunicativos que operan en nuestro subconsciente como resortes de pulsión y equilibrio emocional.