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Diccionario para leer en cuarentena (II PARTE)

Diccionario para leer en cuarentena (II PARTE)

Columnas miércoles 15 de abril de 2020 -

Apollinaire, Guillaume

No fue surrealista y nunca quiso enfangarse en la charca nocturna de los sueños, sino madrugar para cantar, durante un día entero, mirando directamente hacia el mortecino sol de París. Bebió sin embriagarse porque a su libro 
Alcooles le quitó la h, y, como todo mundo sabe, lo que más embriaga de cualquier alcohol es esa h muda y borrachina que nos hace trastabillar. Y justo en esos alcooles sin h, el autor romano, inventó el caligrama, en oposición al soneto. En este poemario, como en casi todos los que escribió, lo vemos dibujando con las letras y poetizando con los dibujos. En esta cuarentena, cuando el clima nos impele a beber, gustemos de estos versos alcoolizados (sin h), donde encontraremos todo ese experimentalismo, tan lleno de imágenes y metáforas, que hacen palidecer estas vanguardias dizque modernas.

Huidobro, Vicente
El poeta chileno escribió en dos idiomas: castellano y francés. Pero sólo cuando poetizó en su lengua materna logró alcanzar una intensa invención verbal, como si el francés, su lengua adoptiva, sólo le permitiese hacer dos o tres piruetas limitadas. A diferencia de Beckett, que también prefirió escribir en francés, Huidobro sólo consiguió expresar en ese idioma un ingenio limitado, más artesanal que verdaderamente poético. En francés no fue más que un émulo mediocre de Pierre Reverdy, pero en castellano fue el gran inventor del mágico e irreverente Altazor, uno de los más grandes e inagotables prestidigitadores de nuestro idioma. Y ahí, en esa obra cimera, es justamente donde hay que ir a buscarlo.

Kafka, Franz
La Carta al padre sería una obra única si no hubiesen sido escritas Las confesiones de San Agustín. Ningún lector que haya recorrido ambos libros puede ignorar la curiosa y larga serie de semejanzas que contienen. Y aunque Kafka jamás menciona a Agustín, los dos libros tienen una escritura idéntica: además de alternar el relato entre la primera y la segunda persona, observamos la introspección y la interpelación de un autor ausente; en uno de ellos (Kafka) se trata de un hijo que le habla a su padre, y en el otro (Agustín) de un creyente que le habla a su Dios. Y en ambos libros, más que defenderse, lo que hacen los autores es acusarse. Ficción o autobiografía, consuelo o reproche, ambos textos son los exquisitos frutos de un reclamo contra el padre amado.


Piñón, Nélida
Asociando siempre el acto de crear con una ruptura de la realidad, la llave maestra de esta autora brasileira ha sido diseminar encantos y perplejidades en su obra. En algunos de sus libros la vemos consagrada a los ejercicios de prosa poética, que en ella consisten en sobrecargar de escritura con imágenes casi musicales. Y mediante esos procedimientos, ha elaborado uno de sus mejores libros: La camisa del marido, una colección de nueve cuentos donde, bajo la tutela de la ilusión y la envolvente locura de sus personajes, esta narradora convierte cualquier aspecto de lo cotidiano en un hecho creador. En casi todos estos relatos, la narradora no se preocupa por introducir la lógica ni la congruencia en lo que cuenta, porque sólo quiere maravillar al lector. Y lo consigue sobradamente.


Proust, Marcel
Le fascinaba la vulgaridad, tan novelable como la aristocracia o más. Y lo mejor de su obra está en el trazo de sus personajes. Diseminados a lo largo de esa enciclopedia llamada En busca del tiempo perdido, encontramos a esa extraña fauna de protagonistas que, más tarde, servirían de inspiración para que los psicólogos catalogaran a sus pacientes. Uno de sus primeros —y mejores— hallazgos literarios fue su propia madre Jeanne Clemence Weil, a quien le dedicó páginas tan minuciosas como amorosas. Madame Verdurin, esa mujer con cara de ratona, pero no de rata, es otro de sus personajes femeninos más logrados. Y más que el canceroso y viejo Swann, Odette —quizá la meretriz más cara de París- es la más entrañable de sus criaturas. No obstante, lo más interesante de la obra de Proust es que, cuando ya se ha convertido en un viejo prematuro y achacoso, decidió darse a la tarea de producir una obra en la que se venga de su infancia y juventud contando todo en clave de crueldad.


Simenon, Georges
Escribió una serie de novelas magníficas, completas, fuerte, vivas: de gran prosa. Infelizmente, actualmente se vende entre lo peor del género. Curiosamente, este escritor belga, que sólo parecía pensar en el dinero y las mujeres, un día creyó que para alcanzar la trascendencia había que darle vida a un personaje eterno, como Don Quijote, como Hamlet, y decidió crear al comisario Maigret, un funcionario entrado en años que lleva el crimen por procedimientos manuales. Decía Borges que la posteridad exige un libro. No estoy de acuerdo. Yo creo, en todo caso, que la posteridad exige un personaje, un símbolo, un mito. Y Simenon, aunque muchos protesten, lo consiguió con Maigret.


Wilde, Oscar
Contra lo que dice el cliché, este escritor irlandés no fue un cínico ni un dandi. Ni los cínicos ni los dandis se enamoran. Pero Wilde sí se enamoró —y hasta las manitas— de Alfred Douglas, un adolescente diabólico, y chantajista. Nada de qué espantarse. El amor es chantaje por esencia: o lo haces o te lo hacen. La forma no le falló nunca y, como era un prosista prodigioso, creyó que su genio verbal podría con todo. Pero no fue así. Su única novela —El retrato de Dorian Gray— es bastante mala, y mejor hará el lector en buscarlo en sus ensayos: La decadencia de la mentira: Un diálogo o en Pluma, lápiz y veneno. Pero, sobre todo, en aquellas obras escritas en formato de diario donde le canta a sus penurias y sus chascos amorosos: De Profundis y La balada de la cárcel de Reading.



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/CR

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