Los deberes de un gobernante, no se corresponden con sus sentimientos. Para la tradición estoica -que se convirtió en el sustento de una pedagogía del poder para la Roma Imperial-, el cultivo del desapego era norma y principio de la virtud del gobernante. Podemos decir que esas tendencias que nos acercan solamente hacia todo aquello que nos provoque placer, tiene consecuencias.
El germen de la corrupción, se esconde como un virus en nuestra propia naturaleza sensitiva, explicando los principios de una pedagogía creada para limitar la colección de placeres materiales, buscando los trascendentes, como aquellos que ofrece la filosofía, las ciencias y las artes. Un alma realmente elevada, debe trascender gustos pedestres, como así pensaba el emperador filósofo Marco Aurelio, quién da testimonio en sus Meditaciones, a propósito de la angustia que le generó degustar los placeres imperiales. Un palatino envuelto en la opulencia corruptora, por lo que el augusto prefería dormir en el piso y así no ser esclavo del goce.
La sociedad burguesa, amante y cultivadora de los placeres terrenales, no sólo no ayudó a formar una pedagogía capaz de contener los placeres, sino que provocó una reacción contraria al hacer del egoísmo humano, el principio generador del mercado simbolizado en la “mano invisible” de A. Smith. Si lo que para los grecolatinos representaba decadencia, para los liberales constituyó el área de oportunidad que engrandecería los tesoros del Estado, a un costo que supongo no dimensionaron ni en la ilustración, ni en el siglo diecinueve: hordas de personas incapaces de someter sus pasiones a un límite que no fuera simplemente el del dinero.
No limitar a los poderosos a través de un proyecto pedagógico que los orille a ser más educados (no digo “mejor formados para los negocios”) y preocupados por su comprensión de la clase de deberes a los que su posición los obliga, los termina por limitar al imperio de las pasiones más pedestres.
El gobernante que se deja cautivar por sus propias pasiones, y cree que su poder le autoriza a violentar los más fundamentales principios de la sociabilidad, también contiene mucho del fracaso de una sociedad para hacer de sus gobernantes una auténtica élite de sujetos responsables, autolimitados por la frontera de la virtud. La virtud cuesta a todos, y el más poderoso puede padecer el camino de su obtención hasta ser capaz de apreciar su conocimiento. Las descalificaciones a la ciencia se convierten en rutina del gobernante voluptuoso. El discurso demagógico que esconde pretensiones groseras, al nivel de excluir los avances de gobiernos anteriores por el simple gusto de destruirlas. Ser dominado por las bajas pasiones del resentimiento, la frustración, la envidia y la venganza. Todas ellas inmundicia para un gobernante, y lastre para sus sociedades