Columnas
Recuerdo que fue en un foro de discusión de hace algunos años, me parece que en la legislatura anterior, cuando escuché el planteamiento. Se trataba de las discusiones abiertas con motivo de la reforma energética en materia eléctrica del presidente López Obrador. En alguna de las mesas, había una “experta” de no recuerdo qué procedencia; no sé si era funcionaria de la Comisión Reguladora de Energía o de alguna Organización de Otros Gobiernos (OOG), que es lo que son en realidad las mal llamadas Organizaciones No Gubernamentales (ONG), que reclutan a jóvenes bienintencionados de clases medias y altas y formados en el idealismo de la ONU/UNESCO para terminar haciendo el trabajo sucio, bajo el ropaje de tontos útiles, de barrenado de los cimientos institucionales de los Estados nacionales soberanos mediante el expediente de introducir en sus respectivos países la agenda globalista, multicultural, relativista y progresista, como la famosa Agenda 2030, que tiene como propósito homologar a los individuos en una supuesta igualdad formulada desde el criterio de los Derechos Humanos a fin de eliminar las fronteras nacionales y debilitar a los gobiernos para hacer de ellos meras ventanillas de expedición de pasaportes o de actas de nacimiento, dejando lo fundamental y estratégico, y atención con esto, a los expertos.
Obviamente que la mujer en cuestión, la “experta”, presentó sus credenciales de estudios y especialidades en el extranjero, para venir a decir luego entonces la afirmación siguiente: “lo que importa no es quién sea el que suministre la energía, ya sea Iberdrola o CFE o General Electric, lo importante es que sea de calidad y con un servicio eficiente”.
Ese comentario tan torpe me hizo recordar aquella idea de Carlos Marx de La ideología alemana mediante la que explicaba el proceso mediante el cual la nación política y el nacionalismo se abrieron paso en la historia como figuras fundamentales de definición de las contradicciones principales de la edad contemporánea, cuando afirmaba algo así como que “la revolución francesa y las tropas de Napoleón transformaron al buen bebedor de cerveza de las tabernas alemanas en un ciudadano histórico alemán”, queriendo decir con esto que la contradicción entre una nación invasora (la Francia napoleónica en este caso) y el pueblo invadido (aquel dentro del que figuraban los buenos bebedores de cerveza de las tabernas respectivas, en este caso las alemanas) daba como resultado la afirmación de la ciudadanía histórica como cimiento de la nación agredida (en este caso los ciudadanos históricos de, efectivamente, la Alemania histórica).
Lo que la “experta” estaba queriendo decir es que lo fundamental es que seamos buenos bebedores de cerveza, es decir, consumidores satisfechos, independientemente de quién es el que nos las sirve y en dónde se produce.
Y es que más allá de lo anecdótico, a mí la cuestión de los expertos me produce una gran contrariedad, sobre todo por aquello que decía Cosío Villegas al afirmar que el experto es el que sabe cada vez más de cada vez menos. Es un vicio muy común en la academia, en donde los académicos se van especializando de una manera en que pareciera que terminan cegados para cualquier otra cosa que no sea su campo de “especialidad”, fuera del cual son en algunos casos analfabetos integrales.
Por lo demás, debo decir por cierto que no hay nada más alejado de la filosofía, que es el ámbito en el que yo me muevo y me sitúo, que un experto, pues la filosofía es, desde sus inicios estrictos en el contexto socrático-platónico, la negación de la especialización, en el sentido de que se trata más bien de un saber de segundo grado que ni lo puede ignorar todo, pero tampoco lo puede saber todo, razón por la cual el filósofo está más bien siempre en un lugar intermedio: en el hacerse interminable de la realidad entre medio de las partes que la integran y la determinan.