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Siguiendo con la discusión alrededor de la reforma al poder judicial, quiero ahora traer a colación un enfoque que me parece que tampoco ha sido considerado, y que tiene que ver con el hecho de que estamos ante una revolución política en toda regla, entendiéndola como aquel proceso histórico de reorganización ontológica de una sociedad en función de los planes y programas de una parte de ella, que, tomando el núcleo de poder político, hace girar en torno suyo al resto de las partes y da una nueva arquitectura integral a sus estructuras de poder tanto visibles, a partir de las que se configura la forma de gobierno, como invisibles, a partir de las que se configura la forma de régimen. Cabe aclarar que una revolución puede implicar violencia o no.
Se trata de recordar el texto fundamental de John Pocock El momento maquiaveliano. El pensamiento político florentino y la tradición republicana atlántica de 1975, en donde lo define –al momento maquiaveliano– como aquella coyuntura en la que una sociedad política encara el problema de su contingencia e inestabilidad en el tiempo a partir de ladinámica a la que se ve sometida en virtud de la cual el fundamento de legitimación del poder deja de ser trascendente para pasar a ser inmanente, es decir, que la estructura, funcionamiento y lógica del poder por cuyo través se levantan sus trabes y columnas institucionales de articulación tienen que ser explicadas desde ellas mismas y desde el interior mismo de su dialéctica política.
Para Pocock, la recuperación de la tradición de la república clásica de la antigüedad por Maquiavelo en el contexto del Renacimiento trajo como implicación medular ese vacío de fundamentación política que, al abrirse paso desde el interior del mundo medieval, en donde la fundamentación política era teológica, produjo un cambio revolucionario en el lenguaje y concepción políticos modernos, que, a su vez, encontró su última expresión en la revolución americana, que para él debería de ser tenida como el último acto de humanismo cívico (o humanismo político, como me gustaría decir a mi) del Renacimiento.
Ya había escrito en otro momento que el primer momento maquiaveliano de América tuvo lugar en las costas de lo que hoy es Veracruz, cuando en abril de 1519 Hernán Cortés creó el ayuntamiento homónimo en función de un proceso en el que primero creó “el Cabildo, con su correspondiente escrituración y sus primeros dos alcaldes (Portocarrero y Montejo), tras de lo cual se operó la elección de Cortés como Capitán General y Justicia Mayor, en un movimiento que podríamos denominar de legitimación fundante. Cortés no buscó ni esperó –porque no había tiempo, obviamente, para ello– un nombramiento; lo que hizo fue instalar un dispositivo de inspiración renacentista para instituir, por primera vez en todo un continente, un mecanismo configurador de una nueva legitimidad republicana, moviéndose estratégicamente con la lógica que John Pocock conceptuó como momento maquiaveliano”.
Cabe aquí puntualizar que tengo sobre mi escritorio un libro que me llamó mucho la atención en función de lo dicho, titulado sugerentemente Cortés, nuestro primer Maquiavelo. La dimensión política de Hernán Cortés, de Ilan Vit Suzan (Debate, México, 2024), para quien el Renacimiento tiene que ser explicado en función de la ruptura fundamental producida dentro de la cristiandad por Lutero, Maquiavelo y, efectivamente, Hernán Cortés.
En todo caso, la consciencia de la contingencia política que estamos encarando al ver que uno de los poderes del Estado está inmerso en un proceso radical de transformación, más que de su estructura, de su funcionamiento y de su lógica fundamental, es una muestra que nos evidencia el hecho de que estamos en un momento maquiaveliano en el sentido dicho, lo que a su vez supone que estamos, también, en definitiva, ante la revolución democrática de México.