“Quien pide prestado para llegar, llega al cargo a pagar”, es una frase recurrente en la época de elecciones e inicio de gobiernos. A pesar de ser cierta, poco hemos hecho para erradicarla de la vida pública en México.
La democracia es cara, pero los gobiernos autoritarios o la violencia sin freno de la delincuencia lo es mucho más. En época de campañas electorales, se erogan miles de millones de pesos, la mayoría en efectivo, desconociéndose el origen de los mismos. Las autoridades fiscalizadoras en materia electoral o lavado de dinero tienen capacidades operativas limitadas, mismas que usándose facciosamente para beneficiar o perjudicar a algún contendiente, multiplican su impacto negativo en el Estado de Derecho y la cultura de la legalidad en nuestro país. Así los gobernantes mangonean a las fiscalías para encarcelar a sus opositores, porque saben que su impunidad durará el tiempo que estén en el cargo, para desaparecerse después en algún rincón del mundo. Si su protección política se evapora, saben que la prisión está a la vuelta de la esquina para ellos.
Pero ¿cómo hemos llegado a esta situación? Durante casi todo el siglo XX, la disciplina partidaria garantizaba, tarde que temprano, algún espacio de dinero y poder; pero la democratización del acceso a los cargos públicos incentivó y multiplicó las posibilidades de construir carreras políticas exitosas más allá del partido hegemónico, usando los bienes públicos a su disposición, siendo la renta de las calles uno de los negocios más lucrativos para la clase política mexicana.
Cada vez que veamos un comerciante en la calle, visualicemos al líder ambulante y a decenas de funcionarios, incluyendo los alcaldes, que los regentean. Por ejemplo, el corazón de la Ciudad de México ha sido gobernado por los líderes del comercio informal, sin importar la franquicia electoral que usen. Cualquier oponente critica a algún gobernante por explotar el espacio público, para ganar elecciones y replicar la conducta que denunció. Si tiene la fortuna de gobernar una región con gran actividad comercial o inmobiliaria, su poder político y económico se multiplicará.
¿Qué podemos hacer como sociedad en este escenario del regenteo del espacio público? Un primero paso es preguntar a nuestros gobernantes por todos los medios posibles cuánto dinero reciben por permitir el comercio ambulante en nuestras calles. Muy probablemente no contestarán o dirán desvergonzadamente que no cobran para apoyar a la economía popular, entendiéndose por ésta su retiro dorado o la financiación de su próxima campaña electoral. Por ello no nos sorprendamos cuando desde el exterior nos digan que muchas de las estructuras del Estado mexicano están cooptadas o fusionadas con la delincuencia organizada; en un contexto económico de estancamiento y empobrecimiento, con personas y empresas acosadas por el hampa, con una población creciente y en proceso de envejecimiento. Menudos problemas nacionales.