Una muy vieja práctica, nos remite a esa tendencia de ciertos líderes políticos de fracturar a la sociedad, desmoronando la unidad que haría, si no imposible, sí mucho más difícil su pretensión de poder. La fragmentación aporta un activo valioso para el líder. Acontece cuando se hacen patentes –se exageran o se inventan en la mayoría de los casos-, injusticias que deben de ser denunciadas, evidenciando culpables. Paradójicamente, son miembros de la oposición, a los que se les atribuyen los más sorprendentes crímenes o calumnias que merman su prestigio. La merma en el prestigio público al interior de una democracia, puede ser fatal para el momento del sufragio. Una retórica calumniadora, mermadora de la capacidad de reacción del denunciado, es la joya de la corona del demagogo.
El demagogo procede del griego: “demos” (pueblo) y “agogé” (líder). El líder del pueblo es un ente que, a través de la retórica, denuncia públicamente los supuestos males de la oposición que conoce muy bien –en la mayoría de los casos, porque él proviene de ese sector al que agrede-. Al mismo tiempo fortalece a su camarilla, en nada distinta a quien critica, pero que sí se recubre bajo el manto beatífico de la redención prometida. Él, el demagogo, vengará todos los agravios cometidos en contra de los que supuestamente ama: al pueblo, esa amorfa comunidad supuestamente lastimada por esos entes inmisericordes. Él, el padre y madre de la patria, protegerá a sus hijos, y en nombre de esa misión suprema, solicitará tantos poderes extraordinarios que al final ni más ni menos, se consagrará como el indispensable, el eterno y absoluto líder que en nombre de sus hijos permanecerá como la llama encendida del fervor patrio.
La perpetuidad requiere eliminar adversarios a como dé lugar, y ya sin las malévolas acciones de los tiranos siracusanos que desde Platón y Aristóteles son ejemplos de crueldad, como Dionisio el Jóven o Dión –ambos amantes de su pueblo-, basta hoy con una campaña en medios y la movilización de huestes humanas o cibernéticas, para crear una narrativa oprobiosa, que lo mismo destruye reputaciones, que fabrica maquinaciones sorprendentes que pasan al dominio público de una mayoría de entes populares poco dados al escrutinio de sus fuentes informativas.
Los gobernadores opositores al sistema federal, tan pronto lanzaron su petición de apoyo al gobierno federal, fueron calumniados desde varios frentes, limitando la obvia exigencia de recursos para lidiar con la crisis. El titular del ejecutivo los menospreció, como tiende a hacerlo con todo aquello que, en sí, él sabe le representa un riesgo. Diez gobernadores de estados ricos amenazando el pacto federal no es poca cosa. La fragmentación demagógica tuvo su efecto, y no es uno que favorezca las intenciones del líder.