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Trascendió que Moody’s cambió a Negativa la perspectiva de calificación soberana de Estados Unidos, colocándole a un solo paso de perder la máxima nota crediticia que todavía conserva, que es la de “AAA”.
El caso de la calificación a la baja de la deuda soberana de Estados Unidos sirve para recordar que ni siquiera en eso se parecen las consecuencias de un país normal, con los de la economía más grande del mundo. Las consecuencias que puede tener esa baja en la nota son prácticamente nulas. Los 12 países que cuentan con la nota máxima, en su totalidad, no representan ni el 30% de la deuda norteamericana. La deuda norteamericana representa el 112% del PIB, lo que sería, para cualquier otro país, motivo de colapso y terapia de choque por parte de los organismos internacionales. En Estados Unidos, no significa nada.
Los principales tenedores de la deuda norteamericana son capitales chinos, que a su vez necesitan el mercado norteamericano para que consuma las manufacturas que son la clave de su propio crecimiento. Desde hace años se dice que a China no le queda otra que financiar el estilo de vida muy por encima de sus posibilidades de los Estados Unidos. Es una simbiosis con notas perversas.
El nerviosismo de los inversionistas en todo el mundo respecto a una posible crisis energética tiene, en primer lugar, una razón geopolítica. Esto no es obvio, puesto que, como parte de la narrativa globalista de los años 90s y 2000s, se suponía que la economía mundial estaba cada vez más despolitizada. En ese sentido, los economistas y brokers que no saben historia (que son muchos) son tan ingenuos como los hippies y además soberbios. Claramente no tenían razón.
Al día de hoy, cada vez más, en todo el mundo, hay más más política y menos mercado, en el sentido de un mercado como les gusta a los economistas, sin distorsiones. De hecho, hay más política, más guerra y más psicologismo (nacionalismo, política identitaria, etcétera) y menos mecanismos impersonales (mercado, estado de derecho y el resto de los ejes del proyecto neoliberal). Cada vez más, el siglo XXI se parece más al pasado que al futuro imaginado por los profetas de Silicon Valley.
La crisis que se teme no es tanto por Israel y Gaza, sino porque la amenaza de que otros países de medio oriente aliados de los palestinos tomen represalias económicas como el embargo petrolero de 1973, hace que el efecto colateral de la guerra vaya mucho más allá de la región e impacte, de hecho, a todo el mundo. Es un recordatorio, además de que los combustibles fósiles siguen siendo al día de hoy esenciales para todos, aunque no nos gusten.
Las declaraciones de la comisaria europea de energía son la cereza del pastel. La funcionaria dice que Europa aprendió de la guerra en Ucrania y ahora el continente está preparado para tomar medidas emergentes ante una posible complicación de precios de combustibles debido al conflicto entre Israel y Gaza. Esta posición va en el sentido de que la geopolítica está adquiriendo de nuevo el peso mayor de las decisiones y consecuencias en el mundo. Repito, esto no es obvio. De hecho, mi generación (la Gen X) se formó bajo un discurso muy distinto, uno de aparente superación de la política en aras de un mundo dominado por las leyes económicas, que habían doblegado las viejas motivaciones de los Estados y los Reinos. Pues resulta que no.
En el mediano plazo, se acentúa la formación de dos grandes bloques: Occidente y Anti-occidente. No para efectos culturales, sino geopolíticos y de mercados. En ese sentido, el desplazamiento de capitales desde Asia a otras regiones del mundo seguirá a la alza y por varios años. La gran incógnita es la estrategia que seguirá China e India para defenderse de esta tendencia, hoy aparentemente irreversible.