India parece estar en la ruta de ser una gran potencia global. Ya es la quinta economía mundial (superó al Reino Unido el pasado septiembre) y en cinco años será la tercera, por delante de Alemania y Japón. En 2023 superará a China como país más poblado del planeta. Sus perspectivas de crecimiento son impresionantes. Reconvierte su industria para orientarla a la exportación de bienes manufacturados, pero también es líder en industrias tecnológicas verdes y de punta.
Además, es un país con un enorme potencial geopolítico. Ha sabido navegar hábilmente en medio de las turbulencias de la guerra en Ucrania y de la tensión entre China y Estados Unidos. Apuesta por el multilateralismo y mantiene relaciones con Moscú, Pekín y Washington. Es al mismo tiempo, sin problemas ni complejos, miembro del Quad (alianza impulsada por Estados Unidos), los BRICS, del G20 y la Organización de Cooperación de Shanghái (donde los otros principales integrantes son Rusia y China). Todos quieren ser amigos de la India.
Sin embargo, la desigualdad social y las tensiones políticas internas amenazan sus expectativas. Pese a su impulso industrial más del 40 por ciento de su fuerza de trabajo sigue en la agricultura. India tiene unos ingresos fiscales muy bajos comparados con sus competidores, el 1 por ciento más rico de la población más rico posee el 33 de la riqueza y también le urge desarrollar infraestructuras en su enorme territorio.
Catorce de las veinte ciudades más contaminadas del orbe son indias. Otro “Talón de Aquiles” es el creciente autoritarismo del primer ministro Narendra Modi, hombre fuerte del país desde 2014. Su partido, el BJP, es el más grande del mundo con 180 millones de afiliados (casi el doble del Partido Comunista Chino) y está logrando imponer una hegemonía. Como resultado de ello se registra un constante descenso en todos los indicadores de calidad democrática y libertad de información. El liderazgo de Modi se ha basado en equiparar la India con el hinduismo en detrimento de las minorías religiosas y étnicas del país.
La semana pasada surgió una polémica nacional por la prohibición de un documental de la BBC llamado “India: The Modi Question”, donde se examina el papel de Modi en unos mortales disturbios sectarios sucedidos en 2002 en Gujarat, estado gobernado a la sazón por el hoy primer ministro. Murieron en esa ocasión al menos mil personas. El gobierno indio califica al documental como “propaganda hostil”, pero su proscripción refleja bien los nuevos límites impuestos a la libertad de expresión. Modi lleva años debilitando a la prensa al perseguir a periodistas adversarios e imponer obstáculos a los medios independientes. Y aunque tal hostilidad no es nueva, el caso del documental de la BBC ha provocado una alarma generalizada.