En esta semana, el Senado de Estados Unidos declaró inocente al presidente Donald Trump de los delitos por los que fue acusado en la Cámara de Representantes de ese mismo país.
Si algo asombra en México y en cualquier parte del mundo de esta historia, es la velocidad con la que el procedimiento constitucional se llevó a cabo. En dos semanas, el hombre más poderoso del país más poderoso de mundo, fue juzgado y exculpado a los ojos de todas las personas del planeta.
Sin entrar en grandes detalles, una de las razones que explican el procedimiento exprés, fue la decisión tomada por el Senado para no permitir la presencia de testigos y extensos interrogatorios a los mismos. Los fundamentos democráticos de esta decisión han sido ampliamente criticados por muchos y muy respetados expertos en derecho estadounidense: es una violación a las bases mismas del debido proceso, que los testimonios no se puedan ofrecer como pruebas. De hecho, es una violación al debido proceso que las pruebas tanto a favor, como en contra del acusado, no puedan ser valoradas por el tribunal que va a resolver.
En todo caso, la experiencia de este juicio de importancia mundial, deja muchas enseñanzas para México. Me referiré a dos, la primera de las cuales descansa en una perspectiva más amplia que la segunda. Mientras que, en Estados Unidos, a lo largo de su historia, tres presidentes en funciones han sido sujetos a juicio político, en México, desde el final de la Revolución de 1910, ninguno de los individuos que han sido titulares del Poder Ejecutivo, han sido sometidos a ese procedimiento. Tiendo a pensar que la nuestra sería una democracia consolidada si alguno de los presidentes del periodo postrevolucionario (y vaya que en el oscuro historial hay candidatos con amplios merecimientos para esa deshonra) hubiera sido sometido a un juicio político abierto a todas las personas, independientemente del resultado que esos juicios hubieran tenido. De hecho, no es exagerado pensar que el juicio político seguido en su momento al entonces jefe de Gobierno, Andrés Manuel López Obrador, fue uno de los elementos que consolidó su legitimidad democrática a los ojos de una contundente mayoría electoral 12 años más tarde.
Por otra parte, el juicio político al presidente Trump, nos permite hacer una reflexión un tanto más técnica en relación con la importancia de las pruebas, o más bien, de la falta de ellas, para desahogar los procedimientos de defensa de la Constitución.
Me refiero a un caso concreto. En una resolución reciente, el Décimo Segundo Tribunal Colegiado en materia administrativa del Primer Circuito, decidió negar valor alguno a la voluntad expresa del Congreso de la Unión, cuando al reformar la Ley de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, señaló que las y los candidatos inconformes por irregularidades cometidas por el Senado de la República en el procedimiento de nombramiento de la persona titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
A pesar de que en audiencias legítimas se hizo de su conocimiento que existe el derecho a defenderse en este caso, los señores magistrados, en contravención a la Constitución, decidieron simplemente hacer oídos sordos, negando el derecho a la defensa y a un recurso judicial efectivo a Alberto Athié, reconocido activista social y candidato a la Presidencia de la CNDH. Sus razones habrán tenido los señores magistrados, pero sean las que sean, no son las razones de la democracia. Ojalá el Consejo de la Judicatura Federal, tome cartas en el asunto para defender el Estado democrático de derecho, frente a esta clara denegación de justicia, de magistrados que se niegan a reconocer lo evidente.