A Alberto Capella, con gratitud y respeto;
A Omar García Harfuch, a un año de aquella mañana.
A quienes, a su lado, perdieron la vida.
La seguridad pública, en la praxis, se equipara a manejar una locomotora a toda velocidad deseando que las condiciones de la vía permitan llegar a la próxima estación. Millones observan el paso del tren, miles opinan sobre riesgos de la relación peso – velocidad, y las voces más influyentes arremeten contra el maquinista si algo sucede en el camino.
Su descripción constitucional, la misión, es descomunalmente compleja para creer que sobran quienes la desempeñen eficazmente. ¿O alguien considera sencillo salvaguardar la vida, las libertades, la integridad y el patrimonio de las personas, así como contribuir a la generación y preservación del orden público y la paz social?
Creer que la Policía es la única instancia responsable de cumplir los fines de la seguridad pública no solamente la ha puesto en crisis; ha desvirtuado el funcionamiento del sistema en pleno al visibilizar exclusivamente actos y omisiones de un subsistema -la Policía- recargado de expectativas y en el que pocas personas deciden participar en la primera línea como opción profesional. Es como aspirar a un sistema de salud de primer nivel únicamente con oncólogos, ignorando la necesaria especialización en cada una de las partes del organismo.
La fórmula para desacreditar a operadores del sistema de seguridad pública es de lógica insensata: ante la falla, remover al supuesto errante. El relevo correrá idéntica suerte. De ahí que mandos de policía y otras áreas del sistema, como en el ámbito penitenciario, sean kamikazes contemporáneos.
Si matan al policía fuera de servicio, “andaba en malos pasos”, se dice con ligereza. Si muere en servicio, “errores de operación”; “falló la inteligencia”, dirán los aparentemente más informados. Si atentan contra su vida y sobreviven: “montaje o autoatentado”; si la manifestación por una buena causa -aun tornándose violenta- propicia el error de algunos, exigir la cabeza del mando es trámite, no importa si estaba ausente por un tema personal, como darle sepultura a su padre a miles de kilómetros. ¡Qué más da! Es cupable porque así lo indican presión social y política.
Lo cierto es que la función de la seguridad pública depende de muchas instancias del Estado, no únicamente de las fuerzas del orden. La sociedad tiene su cuota. Dicho sea, estoy convencido de que si la mitad de los especialistas y estudiosos de la seguridad dedicaran parte de su vida a ser operadores y no observadores, tendríamos corporaciones e instituciones eficaces, pues muchos de estos analistas están sobrados de ética, valor y talento. Sí, es propuesta.
En otro orden de ideas, antes, durante y después del pasado proceso electoral, el crimen organizado ha acaparado -una vez más- la agenda nacional. Se habla de su influencia para quitar y poner candidatos; de su afán por controlar entidades estratégicas para su negocio. Sin embargo, brillan por su ausencia reproches y exigencia para disminuir su operación.
El crimen organizado está sobrestudiado periodística y académicamente. Se conocen estructuras, motivaciones y prácticas. Lo que se diga en aulas y micrófonos es informativo y de gran mérito, pero disminuirla impica combatirla en el terreno -con fuerza- y en tribunales con capacidad técnico jurídica.
Los golpes más importantes a esos criminales empoderados los han dado equipos liderados por esos contados kamikazes contemporáneos, cuya permanencia en el sistema es frágil, pues en buen porcentaje emanan del ámbito civil y eso, actualmente, es remar contracorriente.
Es tiempo de valorarlos. De esos kamikazes depende o no claudicar ante los causantes de las masacres.
No es tema menor.