Es famoso aquel tirano siracusano, perfectamente estudiado por Platón en la Grecia Clásica, cuyo mayor recurso fue la victimización. Victimizarse es un instrumento de evidentes consecuencias a favor del que lo asume. Consiste en una parodia en donde lo que importa es apelar al sentimiento popular, para establecer un lazo sentimental entre la supuesta víctima, y aquellos que lo observan: expresar la supuesta injuria cometida en contra del ente doliente, a través de una proclama de inferioridad moral de la contraparte, pues si lo agreden, es precisamente por la defensa de sus justísimas causas, y si alguien se opone a la justicia es, por mor, alguien injusto.
Peculiarmente, el “injusto” es al mismo tiempo la contraparte. Ser contraparte no significa ser portador del mal, pero efectivamente, el juego retórico que va a legar a la posteridad al gobernante estudiado por Platón es el giro moralista que establece. Lograr captar la atención a su favor, con el reconocimiento de su justicia, automáticamente degrada al opuesto, lo convierte en un ser perverso, al que la sociedad -a la que forzosamente la justicia le debe llegar-, debe condenar, y si se puede, degradar en su posición política, y hasta civil.
La perversión fue tal, que el siracusano se convirtió en un sujeto previsible: comienza con un bombardeo moralizado en aspectos cotidianos de su víctima, preparando a su auditorio el terreno para el inmediato oprobio. Lo que importa es que encarne el mal: la burla, la caricaturización en un lenguaje llano, la blasfemia… gozan de las simpatías populares por su fácil visualización. No importa la cantidad de razón expresada, es más, si no tiene razón, mejor, pues así el mensaje llega fácilmente y el aplauso permitirá, al ejemplo de Magna Grecia, consagrarse en alguien a quien le importa informar a un pueblo que “lo entiende”. El vínculo afrodisiaco, gobernante-gobernado, aparece e inmediatamente será capitalizado.
Es famoso el ataque al senado siracusano, donde previo al golpe, el tirano dedicó sendos discursos en la plaza pública demostrando la impiedad del órgano gubernativo. Si se lograba quitar el contrapeso de otra institución, la concentración de autoridad sería mayor, y con el favor popular de por medio, Dion de Siracusa quedaría perpetuado en la memoria.
Evidentemente, la falsedad de los hechos solamente es comparable con la infamia de los resultados. La enajenación popular se tradujo en un poder terrible que llevaría a la famosa ciudad-estado a una decadencia sin precedentes, pues además de eliminar a los ciudadanos eminentes, dotados de gran virtud, el tirano ejerció con torpeza la autoridad conquistada, y su pueblo perdería la libertad que sus leyes e instituciones fueron trazadas por el paso de los siglos. Se dieron cuenta muy tarde de las mentiras de su líder.