“Quien rompe las reglas de la decencia, se autofelicita por su realismo”, escribe el alemán Peter Sloterdijk. Los filósofos son chocantes porque nos hacen plantearnos preguntas para las que no tenemos respuestas.
En los ensayos contenidos en el libro intitulado “Las epidemias políticas”, el autor realiza, a través de provocaciones y fórmulas contundentes que bien podrían ser aforismos, una diagnóstico agudo y brutal de nuestra época, y brinca de un tema neurálgico a otro fácilmente, porque todos pertenecen al mismo cuadro de síntomas: los políticos como cínicos diseñadores de mensajes envenenados y maestros de la desmovilización selectiva (inflaman a su base pero a la vez generan la indiferencia de la mayoría, que permanece resignada); unos medios de información que son megáfonos de infecciones discursivas y deformadoras de realidades (en los países autoritarios son la fuente de la mentira oficial, pero en los democráticos, son mercenarios de la propagación de esas infecciones con intención de colapsar psicológica y conductualmente a la sociedad); las élites y las masas, igualmente frustradas y que han decidido declarase en rebeldía contra las convenciones que reprimen los impulsos primitivos para facilitar la coexistencia (creen que no tienen nada que ganar si las respetan, y la ética del hecho consumado les demuestra que no están tan equivocados). Así que ahora todos jalamos para nuestro molino sin guardar las apariencias siquiera.
El bien común, la integración, la justicia, experimentos fallidos o francos inventos de sonámbulos idiotas. Estoy consciente de la relativa complejidad de lo que el filósofo propone, y la adjetivación (precisa y lírica, pero no sencilla), tampoco ayuda. Aterricemos pues, todo esto. En todo el mundo, los populistas antisistémicos y anti intelectuales han tomado las posiciones de poder, y con el respaldo de una masa susceptible al autoengaño, toman todos los días decisiones que empobrecen a los países, mandan a sus cuidadanos a morir en operaciones militares, y comprometen el ingreso entero de familias durante décadas para subirle uno o dos puntos a las utilidades corporativas, como si el rumbo de la humanidad tuviera que estar guiado por el beneplácito de una asamblea de accionistas.
Por la capacidad para enfurecer a los radicales y silenciar a los pensantes, hechos como el Brexit y el triunfo de Trump parecen representar el sentir de una multitud que no es la más grande, sino la más vocal, y que a su vez está reaccionando contra la imposición de minorías hipersensibles. Los medios de comunicación y las redes sociales, que tienen ya una relación tan promiscua que es imposible separarlos, abonan a quebrantar la esperanza de las personas, que se sienten a veces irrelevantes, a veces comprometidos con una causa que siempre es autoritaria (como la policía lingüística), o discriminatoria (como los partidos de extrema derecha, cada vez más populares).
Vivimos entre cajas de resonancia que han vuelto del conflicto (de todos los conflictos), un negocio muy rentable. Es una esquizofrenia donde la censura, el discurso de odio, la desigualdad por diseño y la autocracia descarada conviven como en una tormenta perfecta.
Ahí estamos todos, y no parece que la tendencia vaya a revertirse pronto. Estas ideas las escribió antes de la pandemia, y antes de la guerra de Ucrania, pero no han hecho más que reforzar su vigencia. No son ideas sencillas, por ello la densidad en la expresión, pero vale la pena detenerse en ellas, porque una vez que se asimilan, permiten explicarnos nuestro entorno de mejor manera, y la comprensión siempre tranquiliza.
Como él mismo dice, citando a Spinoza: “no reír, no llorar, no odiar. Simplemente, comprender”.