La imposición política rara vez rinde mejores frutos que la manipulación política. Es chocante caer en lugares comunes de la verborrea jurídica, pero la auctoritas y la potestas, aunque idealmente se identifican, realmente las encontramos separadas en la mayoría de los casos. La primera, además, tiene mayores alcances, usualmente, que la segunda, porque se traduce en la obediencia libre y consciente del destinatario, a diferencia de la segunda, que siempre implica, en mayor o menor medida, la sustitución de voluntades.
El político que sabe utilizar la autoridad estará más preocupado por construir popularidad que miedo, más atento al pulso de su legitimidad que a sus meras atribuciones legales. Una autoridad política sin un gramo de de auctoritas, ni puede hacer nada ni puede sostenerse en el puesto por mucho tiempo. Incluso en aquellos casos donde parece que el poder se ejerce de forma vertical y unilateral, hay algo de negociación y de aceptación en aquellos sobre quienes se ejerce.
Estos viejos conceptos cayeron en desuso hace siglos, pero su práctica se mantuvo vigente, sostengo, hasta hace algunas décadas, donde una nueva clase política se creyó el liberalismo legalista de los países anglosajones, y trató de convertir instituciones importadas en arreglos políticos reales, en otros países. Latinoamérica no fue la excepción. La política era una mala palabra y toda negociación o acuerdo era mal visto; las decisiones públicas tenían que tomarse con base en los criterios impersonales del derecho o del mercado (que ni son tan impersonales, pero ese es otro tema).
Hablando del caso específico de México, quizás fue en la década de los noventa cuando ese discurso anti político se consolidó. Recuerdo las opiniones en la prensa, las columnas cifradas y los chismes de pasillo gubernamental, que lamentaban el hecho de que el presidente de la República, en ese momento, se rehusaba a ejercer el poder incluso cuando las circunstancias lo exigían. “Que se aplique la ley”, dicen que decía; lo malo es que ni se aplicó la ley (que nunca puede sustituir a la política en su esfera natural) ni se hizo política, y lo que hubo fue un vacío de autoridad enorme, quizás - en parte - origen del feudalismo faccioso y empedernido que hasta la fecha se deja sentir en muchas regiones de México. A partir de entonces el presidente cada vez pudo menos, y cada vez le exigían más, porque naturalmente a nadie le gusta la falta de rumbo, la falta de línea o, siquiera, la falta de fuerza. Es muy latinoamericano también tranquilizarse con un golpe de mano, aunque sea arbitrario, porque alguna idea confusa da de que alguien sabe lo que pasa y puede resolver los conflictos.
La parte fina del argumento consiste en que la política no desapareció del todo, sino que se ocultó en los resquicios de las leyes y decisiones judiciales a modo, de los amparos politizados y de las venganzas presupuestarias. En eso estamos ahora, pero algunos no lo entienden, porque no se asumen como parte de un proceso histórico e idiosincrático, sino como funcionarios o instituciones que se hubieran creado en el vacío y se hubiesen plasmado en una ley, sin más. Por eso el INE no entiende que el asunto no son sus salarios, sino el desafío ideológico que implicó negarse a reducir, así fuera simbólicamente, sus salarios. No es de ahí de donde va a salir su hueco presupuestal de 4 mil millones de pesos, pero fue por su falta de sensibilidad por lo que un político con algo de oficio pudo quitárselos, sin mayor resistencia de nadie que importe.