Columnas
El pasado viernes fuimos testigos, nuevamente, de la importante presencia que tiene en México el clientelismo político que, a pesar del transcurso de las décadas y los distintos gobiernos -surgidos de fuerzas políticas distintas- de nuestra democracia, se mantiene como un mal endémico de nuestro régimen político.
Apelando a una de las prácticas más añejas de presión política, la CNTE paralizó el aeropuerto internacional de la Ciudad de México, para exigir el aumento de salarios y la mejora en las condiciones laborales -según lo expresaron los voceros de la Coordinadora-. Desde luego que estas demandas no pueden sorprender a nadie, pues tanto la CNTE como otras organizaciones con fuerza y presencia social relevante, llevan años interactuando con el Estado mexicano en un juego perverso de intercambio estratégico de prebendas y privilegios a cambio de apoyo político-electoral para el grupo de poder en turno.
Lo que sí sorprende en esta nueva etapa de protestas es que, por una parte, históricamente la Coordinadora se ha opuesto a la implementación de políticas educativas y administrativas consideradas perjudiciales por ser neoliberales, lo cual en teoría, no debería ser un problema en la actualidad, en atención a que la denominada 4T está cumpliendo su segundo cíclo a cargo del gobierno de la República, movimiento que de acuerdo con sus fundadores, surgió para derrocar a los gobiernos neoliberales.
Por otra parte, sorprende la respuesta que desde el Palacio Nacional se ha dado a esta nueva demanda, pues pareciera que la presidenta Sheinbaum está limitada para responder a las demandas de las y los maestros, como resultado de una economía frágil y un enorme déficit presupuestario que le dejan poco o nulo margen de capacidad para responder a lo que le exigen.
En nuestro país, este clientelismo ha cobrado relevancia histórica en 2 dimensiones: i. Los vínculos entre partidos; y, ii. La compra de votos durante las elecciones. Los vínculos entre partidos se refiere al tipo de bienes que esos órganos políticos han ofrecido a cambio de apoyo, produciendointercambios con la ciudadanía durante el ciclo electoral. Por su parte, la compra de votos se ha realizado, fundamentalmente, a través de la entrega de dinero o bienes a determinado grupo de personas poco antes de una elección para influir en su decisión de voto.
Uno de los efectos más nocivos que tiene la clientela política en las democracias actuales, de acuerdo con los datos que arroja el indicador: Variedades de la Democracia -V-Dem, del Global Standars Local Knowledge-, es que incrementa los niveles de corrupción, al tiempo que de manera inversamente proporcional debilita el Estado de Derecho. Según estos datos, los países con prácticas clientelares generalizadas buscan el apoyo político de las personas más pobres y de los colectivos o agrupaciones controlados por una o algunas personas que persiguen intereses personales, pues son éstos quienes tienen mayor probabilidad de ser favorecidos por los grupos en el poder.
Obiter dicta.
Ya avanzada la segunda década del siglo XXI, parece que el clientelismo es un compenente -patológico- esencial de nuestra trasnochada democracia. Tanto hoy con la 4T como antes con el PAN o el PRI, el clientelismo ha producido una especie de indulgencia con base en la cual los gobiernos en turno se han negado a aplicar la ley cuando los grupos clientelares la violan como medio de presión y chantaje para cobrar las facturas prometidas a cambio de votos y otros apoyos intercambiados. En ese punto, como en muchos otros, de lo que menos nos pueden hablar es de transformación.