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Ni empleados ni señores feudales

Ni empleados ni señores feudales

Columnas jueves 07 de septiembre de 2023 -

Más que sorprenderse de que AMLO haya ido al informe de Alfredo Del Mazo, y este haya hecho un discurso de transición como si fuera de un mandatario de Morena a otro, veamos esto como un símbolo entre políticos que saben historia, tienen experiencia y no llegaron a donde están por una tómbola, ni como recomendados del hijo de no sé quién. Saben que la intransigencia sólo es para las arengas y las campañas, y en todo lo demás, debe privar la sensatez.

La relación entre el presidente y los gobernadores es fundamental en México, pero su apreciación suele incurrir en dos errores: la creencia de que son meros empleados del presidente (ni los de su propio partido lo son) o aquella de que su relación está basada en las competencias repartidas por el federalismo dibujado en la constitución y las leyes generales. De hecho, los verdaderos alcances y límites han estado marcados, más bien, por las etapas histórico – electorales y los dogmas de acción de las distintas clases políticas:

Desde el período en el que perezosamente se concibió al poder ejecutivo como “omnipotente”, (1934 – 1994) se minimizó la importancia que los gobernadores siempre han tenido sobre la gobernabilidad en su conjunto. En ese sentido, y si se quiere incurrir en reduccionismos, es más preciso equipararlos con una suerte de señores feudales atenuados, más que concebirlos como miembros del gabinete presidencial ampliado, y esto opera incluso en períodos como el de Carlos Salinas, que, por un motivo u otro, vio a 17 gobernadores salir sin terminar su mandato.

Es un hecho que la hegemonía partidista y la disciplina inherente a la misma, en la era de dominación priísta, hacía que, pese a que los gobernadores fuesen muy desiguales en sus cualidades y en sus fuerzas propias (los había verdaderos caciques, como Gonzalo Santos o Víctor Cervera Pacheco; y los había también parapetos de gobernadores anteriores, más que del presidente en turno), rara vez había confrontación abierta con el centro. Una excepción, que también revela el cambio de los tiempos, fue el ridículo que hizo Ernesto Zedillo cuando fue a Tabasco a exigirle su renuncia a Roberto Madrazo, y volvió con las manos vacías.

A partir de 1989, y más acentuado en 1997, la presencia de cada vez más gobernadores de partidos distintos, cambia la relación entre la federación y los estados, pero tampoco tanto como los desmemoriados creen, porque hasta la fecha, el 90% de los ingresos de una entidad son participaciones federales, así que, en materia hacendaria, un gobernador no tiene mucho qué hacer contra el poder federal, por muy digno que se haga.

Empero, hay un aspecto que poca gente se detiene a considerar: en México, ante la percepción pública y el electorado, la federación no consiste en competencias equivalentes y distintas, sino en autoridades subsidiarias: si un problema municipal escala demasiado, es problema del gobernador (y punto); pero si sigue escalando, ahora es problema del presidente (no hay argumento jurídico que valga).

Esto vuelve la relación de cooperación esencial entre los tres poderes, sobre todo en temas como seguridad, logística de salud pública y otros en donde, básicamente, la dirección de operaciones, la logística y el conocimiento del terreno es indispensable para llevar una orden ejecutiva a buen puerto. Efectivamente, en una colisión directa, es altamente probable que sea el alcalde o gobernador el que pierda frente al poder
presidencial, pero a nadie le interesa nunca llegar a ese punto, porque los costos para todos son elevadísimos.

Al día de hoy, los propios gobernadores de Morena son disciplinados en las dos o tres cosas que en cada estado le importan (un programa, una obra prioritaria) pero en todo lo demás han ejercido un grado de autonomía importante, de entrada porque el presidente ni siquiera a su gabinete le da demasiada línea, y por eso a cada rato tienen que andar desdiciéndose en la mañanera o cantinfleando en boletines de prensa.

El gobierno federal, no en su retórica sino en sus acciones, ha sido sumamente cauteloso para no entrar en una confrontación directa. Las pocas veces que lo ha intentado, no ha logrado gran cosa, como sucedió con Cabeza de Vaca en Tamaulipas, e incluso algunos con algunos fiscales locales, a quienes, con toda su supuesta fuerza, no ha logrado remover.

El presidente es un político y opositor experimentado, y por ello sabe que no puede menospreciar ni humillar demasiado a un mandatario local, puesto que cualquier coyuntura mal manejada, puede convertirse, de un día para otro, en un problema nacional y un símbolo de derrota para un presidente. Véanse cómo empezaron, y cómo terminaron, los casos de Iguala, Pasta de Conchos, Atenco, Aguas Blancas, y esos son los primeros que me vienen a la mente, nada más.

En resumen, un presidente puede destruir a un alcalde y hundir a un gobernador, pero estos, arrinconados y en la situación adecuada, pueden hacerles la vida muy difícil a las autoridades federales; el presidente lo sabe, y así actúa. Hay que ser civilizados, porque así ganamos todos.


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