El confinamiento me hace padecer una excesiva agudeza de los sentidos, algo casi paranoide. Escucho todo el tiempo las conversaciones de mis vecinos, un cercano cantar de pájaros, y el crujir de la madera del cuarto de a lado. Soy como uno de los nerviosos de Poe, siempre atenta al girar de las perillas.
Mientras leía un ensayo de William Hazlitt sobre por qué las cosas lejanas gustan particularmente a la vista, entendí la razón de mi hiperestesia: “Los objetos lejanos gustan porque insinúan una idea de espacio y gran dimensión, y al no estar cerca de la mirada, la imaginación los reviste con colores indefinibles y livianos”.
No contemplo objetos distantes desde hace meses. Mi imaginación depende ahora de otros impulsos ajenos al paseo y la sorpresa del paisaje. Mis únicas andanzas posibles por ahora son los libros. Así que para meter el dedo en la llaga y extrañar aún más las caminatas al aire libre, comencé a leer varios ensayos sobre el paseo. Escritores como Walter Benjamin, Aldous Huxley, Virginia Woolf o Max Beerbohm, entre otros han reflexionado sobre el deambular como práctica estética. Una actividad que extraño como pocas en la cuarentena.
“El alma del paseo es la libertad”, escribió Hazlitt en su ensayo “Salir de paseo”. La andanza solitaria y en la naturaleza –como él la sugiere– es una actividad que no solo implica una aventura exterior, sino una indagación interior en consonancia con el paisaje; una ensoñación que puede llevar tan lejos como los inabarcables caminos de un bosque. Como Hazlitt, Stevenson gozaba de las excursiones a solas y en el campo. Sus caminatas eran un absoluto deleite. No tenían otro fin que el gozo del cuerpo, la naturaleza y el placer del pensamiento. Habitar la dicha en el andar era su único objetivo: “La caminata del día de mañana ha de llevarte, en cuerpo y alma, a una región diferente del infinito”, decía.
En cambio, para De Quincey, sus paseos eran urbanos y le gustaba acompañarlos de caudalosas dosis de láudano que lo llevaban a descubrir tierras ignotas en medio de las multitudes londinenses y sus bajofondos. El comedor de opio recorría callejones y pasadizos en busca de su querida Ann y los murmullos de los pobres.
Otro ambulante de ciudad es el insomne Dickens, que recorría Londres en busca de una compañía para el amanecer, rodeándose de fantasmas, merodeadores hambrientos y transeúntes tenebrosos. Virginia Woolf prefería las caminatas invernales por la tarde para perderse en el anonimato de la capital inglesa y permitir el descanso de su atormentada mente. Para ella el paseo consiste en rozar con la mirada los detalles prosaicos de la cotidianidad.
Cuando esto acabe espero volvamos a valorar el paseo y la admiración de las pequeñas cosas al aire libre, ya sea en el campo o en la ciudad. Tal vez entonces abandone algo de mi sensibilidad nerviosa y conozca una región del infinito.