El padre Alejandro Solalinde ha ganado un prestigio apreciable como hombre comprometido con migrantes y con causas sociales que pueden ser compartibles, a la luz, por supuesto, de su fe en Dios y la práctica de los valores de su religión. Esa mística ha hecho que haya acumulado un capital de credibilidad y, por consiguiente, un vasto número de seguidores quienes ven en él a una persona honesta y con las mejores intenciones. Esta imagen que, como en todo en la vida, tarda tiempo en construirse, se cae a pedazos con acciones puntuales que van a contrapelo del sesgo confirmatorio de lo que se espera de él. Es el caso de recientes sus declaraciones sobre cómo enfrentar el Coronavirus con recetas puntuales para evitar la afección de ese virus en las personas, sin datos científicos que sustenten sus dichos, como es la obligación mínima en toda investigación seria, sobre todo si es una alternativa la que se propone para un tema que tiene en azoro e incertidumbre a la sociedad.
No se trata de la única persona que entra al debate de un tema del que carece de prendas profesionales y cognitivas, pero sí de alguien que se le considera un hombre con sentido común y con responsabilidad frente a la comunidad. Siempre he creído que uno debe opinar o participar en temas que forman parte de su ámbito de conocimiento, por lo menos en sentido amplio. En otras oportunidades he declarado con humildad mis limitaciones personales para fijar postura sobre el tema central del Coronavirus. No soy médico, menos epidemiólogo o especialista en alguna disciplina pertinente. Tampoco tengo conocimiento de las políticas públicas en materia sanitaria. Por esas razones y porque nada o muy poco puedo aportar en esa vertiente específica del tema (cómo combatirlo y qué debe llevarse a cabo para contenerlo o mitigar su propagación) que prefiero escuchar o leer a quienes sí tienen los conocimientos debidamente acreditados en esa materia.
He tenido la oportunidad de estudiar dos doctorados y varias maestrías, pero aun así me declaro neófito como para poder enriquecer la agenda pública en esa cuestión. Nadie en su sano juicio puede convertirse en menos de dos meses en un “experto” precisamente en una disciplina que lleva años de preparación. Opinar, por tanto, en esas condiciones es contribuir a las Fake News (noticias falsas) o a la posverdad (mentiras mezcladas con alguna dosis de verdad) que representan, por un lado, un ejercicio abusivo de la libertad de expresión y, por otro, una violación al derecho a la información de los gobernados.
En este contexto, me dejan perplejo las recomendaciones del @padresolalinde sobre el coronavirus que no es un tema dogmático o de fe, sino de demostración y estandarización de resultados que no aporta. Solalinde se suma a esa larga lista de personajes que hablan de cuestiones sin respaldo académico, profesional y menos cognitivo alguno. Sin ninguna necesidad abre un frente innecesario al entrar a terrenos que no son los suyos poniendo en riesgo su bien ganada credibilidad que hoy la pone en juego. Como es sabido el desarrollo del conocimiento ha generado especialización en las diversas aristas del saber. No hay, hoy en el siglo XXI, sabios o todólogos que pueden pontificar sobre todo, como de hecho lo hacen muchos con la alogia (pobreza de contenido) que hoy escriben sobre el juicio de amparo, mañana sobre seguridad pública y pasado sobre ecología y después sobre economía. Vamos, la especialización es tan amplia que nadie podría leer todo lo que se ha escrito porque cuando hipotéticamente terminara esa titánica tarea, ya habría nuevas entregas con enfoques nuevos. De ahí el nacimiento de la especialización y de la subespecialización para abarcar dentro de lo humanamente posible una mínima parte del universo de conocimientos que existe en el mundo. Es lamentable que un hombre de la inteligencia del @padresolalinde resbale en esa tentación de decir algo aunque no tenga nada que decir para seguir estando en los reflectores impactando con ello su imagen en los temas en los que sí sabe. Al calor de la discusión se genera una mezcla de percepciones que no permite distinguir puntualmente cuáles son las fronteras de su conocimiento, dañando su causa, tan respetable como cualquier otra, por un asunto de incontinencia verbal. Ver para creer.