El pasado 10 de octubre se conmemoró el Día Mundial contra la Pena de Muerte, auspiciado por un movimiento abolicionista que pretende concientizar a la sociedad civil y a los gobiernos de suprimir tan aberrante castigo que demuestra el fracaso del sistema de justicia. Aun para los sentenciados, debe prevalecer el respeto al derecho a la vida.
Cabe recordar la injusticia cometida contra los trabajadores inmigrantes italianos Sacco y Vanzetti, quienes en 1927 fueron ejecutados por el supuesto asalto a mano armada y asesinato de dos personas en Estados Unidos. En 1977 se declaró injusto el juicio y la sentencia, ya que no hubo evidencia sobre su responsabilidad y se habló de prejuicios antirracistas por ser de origen italiano y sus convicciones políticas, ya que eran anarquistas.
Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti fueron condenados a morir en la silla eléctrica, a pesar de las protestas sociales que hubo en la Unión Americana y varias partes del mundo. Desde entonces se ha cuestionado la pena capital como medida para hacer justicia, sancionar al inculpado, inhibir conductas ilícitas o disuadir al delincuente. Además, prevalece el riesgo de ejecutar a personas inocentes. Juristas y defensores de derechos humanos coinciden en que se debe ponderar el derecho a la vida. La pena de muerte no es una acción que reivindique a la víctima ni le otorgue justicia, es perpetuar de la venganza social.
A la fecha, 160 Estados miembros de la ONU han derogado la privación de la vida como condena, pero muchos países tienen gran número de reos que esperan su ejecución, como los Estados Unidos, donde varios compatriotas están en ese trance. Ban Ki-Moon, ex secretario de las Naciones Unidas, declaró que la pena de muerte no tiene cabida en el siglo XXI. México se ha opuesto a las ejecuciones y la propia Constitución las prohíbe, incluso los militares la sustituyeron por sentencias privativas de la libertad. Para muchos, la pena capital representa el fracaso de los sistemas de justicia del mundo y la incapacidad del Estado para garantizar los derechos a la vida y evitar los tratos inhumanos.
Seguramente usted no estará de acuerdo con que un homicida, un violador, un secuestrador que cometen crímenes agravados solo tengan sentencias equiparables a la cadena perpetua. Pero aceptar la implantación de la pena de muerte no necesariamente es un acto de justicia, ni redime a la víctima o al victimario. Es la ley del talión, la cual no va con un Estado de Derecho. Cuando se han endurecido las penas corporales, delitos como la violación o el secuestro se acompañan del homicidio para que la víctima no identifique a su agresor o captor. Además, con las fallas del sistema de justicia, es muy alto el riesgo de ejecutar a inocentes.
La justicia mexicana debe avanzar en el perfeccionamiento de los mecanismos de prevención y persecución del delito, la reparación del daño pronta y expedita y superar las deficiencias del sistema penal acusatorio. No tiene sentido restablecer la pena de muerte -como demagógicamente y con fines electorales lo propuso en su momento el PVEM-, para ilícitos de alto impacto cuando el índice de impunidad nacional es superior al 94 por ciento; es decir, de cada 100 delitos que se cometen, solo seis se investigan y menos de la mitad llegan a juicio.
Eso es lo que debe ocupar al aparato de justicia y a la sociedad civil, erradicar realmente la corrupción y la impunidad. México necesita contar con políticas públicas integrales que permitan abatir la inseguridad, consignar a verdaderos responsables y tener un poder judicial que dicte sentencias proporcionales al daño causado, pero sobre todo evite “la puerta giratoria” mediante la cual libran la cárcel los delincuentes.