En la época de la posverdad populista, que es un mal generalizado a nivel mundial, la base electoral (esa masa visceral y amorfa que sin embargo se mueve sinfónicamente cuando es necesario) exige agresividad en el discurso. En ese sentido, vale para el gobierno mexicano aquella flor de sabiduría cínica del añejo priísmo: “No hay peor administración que la que se fue, ni mejor que la que llegó”. Y punto. Pero yo sostengo que, lo reconozca en público o no, cada presidente de México que toma posesión, antes de un año ya le ha tomado bastante respeto a sus antecesores. ¿Cómo mantienes medio funcionando un país tan grande, tan pobre, donde el respeto a la ley es de dientes hacia afuera y desde el billonario hasta el automovilista siempre quieren ser la excepción a la norma? No debe ser sencillo.
Y así somos en todo. Cuando en México revienta un problema es porque le hubiera reventado al mismo diablo.
Aquí conviene reiterar una idea que han desarrollado otros, pero somos tímidos para decirla en un país de aires monumentales y amnesia selectiva: el Estado mexicano, entendido como gobierno, brazo de control social y repartidor de bienes públicos, es tremendamente débil. Raquítico en su dimensión fiscal, siempre es un milagro que saque para pagar su nómina; una hecha, no de funcionarios consentidos que viajan con chofer (esos son siempre pocos, insignificantes estadísticamente). Está compuesta sobre todo de policías, médicos, enfermeras, empleados de correo, obreros que reparan calles y, en general, empleados de salarios muy bajos que mantienen funcionando el espacio público para que las ciudades y las carreteras sigan siendo tales, con todo y sus limitaciones.
Esta realidad de pobreza contrasta con la imagen de omnipotencia gubernamental que tiene la mayoría de la población. Creen que el gobierno puede hacer básicamente lo que le venga en gana, desde acabar con la delincuencia hasta evitar terremotos. Si no lo hace, es un problema de corrupción o de ineptitud, dependiendo si está en funciones un partido de derecha o de izquierda. Por si fuera poco, cada presidente (incluyendo a López Obrador) se da cuenta, a la mala, que esto no es más que una fantasía; que el primer mandatario nunca ha sido todo poderoso. Instruye cosas, las ordena urgentes, para ayer. Y no suceden. Y pasa el tiempo y no le queda de otra más que decir que había ordenado otra cosa, porque de lo contrario parece aún más débil. De verdad no ha de ser fácil.