Columnas
La popularidad no resuelve problemas. Pero no tenerla, estorba para resolverlos. En términos sociológicos, la variante más cercana es la legitimidad, entendida como el respaldo de una mayoría determinada hacia un gobierno, una persona o una institución. En principio, se supone que ese respaldo se traduce en confianza o apoyo a las decisiones que tome. Si es una mayoría electoral, será legitimidad democrática en sentido amplio (ya estoy viendo a los maximalistas haciendo berrinche. Aguántenselo); si es una mayoría de accionistas, será corporativa, y así. Con esto quiero hacer énfasis en el hecho de que el respaldo popular es un atributo que facilita la acción política, porque facilita (o vuelve innecesaria) la negociación y la comunicación previa de las decisiones públicas, además de que vuelve esperable la conformidad con ellas, al menos en el corto plazo. Todo esto sin importar que la decisión sea inherentemente estúpida o irracional. En sentido contrario, una decisión ilegítima es difícil de justificar y de instrumentar. Pero ello no dice nada acerca de la inteligencia o la calidad de la decisión misma, tampoco. En las sociedades democráticas populistas, donde está Occidente ahora, esto es peligrosísimo, pero en el otro extremo no está la Asamblea Federal Suiza, como quisieran algunos entusiastas, sino el despotismo ilustrado, que asume la imbecilidad del pueblo y la sabiduría del monarca. No, no es un terreno amigable el de las ideas políticas.
El sumario de preparatoria es que es mejor ser popular que no serlo, y por eso es triste que las clases políticas encumbradas por movimientos con amplio respaldo electoral (como los Republicanos de Trump, el gobierno morenista en México o la India de Modi), tengan la irresponsabilidad como principio ideológico fundante. Como ha dicho Fernando Dworak, mientras les otorgue dividendos políticos, "los gobiernos se dedicarán a medrar, maquillar datos, justificarse y culpar a quien se deje", en todo, sea que pase antes o después de que lleguen. Si pasó antes, pues porque así eran ellos. Si pasa durante, pues porque es dejaron un cochinero. Y si se acredita que algunos de los hoy ungidos también trabajaban con los de antes, o que el problema nació y creció durante su administración, delante de sus narices, pues por eso dicen que no es su problema. O sea, por eso, joven.
Definir una estrategia de seguridad o de detonación económica no es sencillo. Pero definitivamente hay recetas seguras para el fracaso, sea que se actúe en beneficio de los antagonistas y en perjuicio de los aliados (como con los aranceles) o que se vea a los criminales como si estuviésemos en la Edad Media, como invasores a los que hay que dejar fuera construyendo murallas (en el caso de Trump, literalmente, con un muro). La racionalidad de esta política existe, pero es de muy corto plazo y efectos perversos. Se puede presionar más a los aliados que a los enemigos, porque con los primeros hay una relación de confianza e interdependencia, de la que se puede abusar; con los segundos nada. Por eso la traición está especialmente penada en la historia, en la biblia y en los códigos penales. Trump la ve como una demostración de fuerza porque es un chango con pistola, pero no es sostenible.
El caso de México es un poco menos infantil, pero me parece que igualmente riesgoso. En el plano comercial, complacer a un narcisista en todo y luego confiar en su buena voluntad o en su gratitud espontánea, no es un buen plan. Porque alguien como el agente naranja no ve buena fe, sino debilidad, no ve confianza, sino credulidad. Y en el plano de la seguridad, la adhesión a la agenda xenófoba y la negación en el plano doméstico (el presidente del Senado casi dijo que los 400 zapatos eran suyos, que gracias por encontrarlos) no tiene el efecto más que de erosionar lo que tanto cuidan y los puso donde están: la confianza mayoritaria. Para cuando se den cuenta, lo más probable es que ya tengan un mapa llena de tribus y facciones, con menos margen de maniobra para instrumentar estrategias ambiciosas, como sí lo podrían hacer ahora. Andarán todos de opinadores o agitadores menores, por ahí, echándose culpas. Lástima.