Columnas
Ahora que se está poniendo de moda (otra vez) la comparación entre MORENA y el PRI, vale la pena hacer una distinción entre ganar elecciones y tener autoridad; entre tener la mayoría y tener verdadero control, sobre alguien o sobre algo. La comparación es simplista, porque de entrada confunde un partido dominante con un partido hegemónico. El PRI, hasta 1989, no cedió una sola gubernatura, y hasta 1997, no tuvo que negociar con la oposición en el congreso, ninguna iniciativa. El mapa político mexicano es otro, y en buena parte se debe al desgaste del sistema de partidos tradicionales, incluyendo los de izquierda, no a un gobierno que impedía cualquier alternativa electoral real, y sólo creaba (y financiaba él mismo) partidos satélites para simular la competencia. Hoy MORENA tiene mayoría cómoda dentro del electorado a nivel nacional, pero el anti morenismo existe, y está compuesto por millones de ciudadanos, que votan en su contra. Esto, reitero, no era el mapa de coordenadas priístas desde su fundación y hasta finales de los ochenta. Pero las diferencias no acaban ahí.
El viejo PRI era famoso por su disciplina. Aunque algo exagerada por los historiadores de la transición, efectivamente había una distinción entre los asuntos con un margen de maniobra que tenía un actor político (desde un diputado hasta un gobernador) y los asuntos de Estado, que eran aquellos donde el presidente de la República contaba con la obediencia, el cierre de filas, tragar sapos o lo que hiciera falta por parte de su correligionario, que en ese momento dejaba de ser un funcionario electo y pasaba a ser un empleado más del jefe.
Ahora bien, esta sumisión calculada no se construía de manera espontánea ni automática; la política mexicana siempre ha tenido tanto de negociación como de imposición, incluso en sus periodos más autoritarios. La disciplina tenía como base la convicción en unas reglas que premiaban unos comportamientos y castigaban otros, así como la garantía de que todos los feudos alternaban entre grupos o notables de la familia revolucionaria, y nadie podía quedarse por la mala.
Además, la propia figura del presidente de la República era versátil, pues en ciertas situaciones era el mandamás, pero en otras era el mediador entre intereses dentro de la misma clase política, y en otras más era el fiel de la balanza cuando dos bandos igualmente poderosos llegaban a una parálisis dentro de un conflicto. Es decir, él mismo a veces no quería ni podía imponer su voluntad, pese a que la narrativa de prensa y de pasillos hiciera parecer que sí.
Es muy pronto para valorar en su justa dimensión cuánto de negociación y cesión tuvo AMLO como presidente, además de cuánto tuvo de voluntarista. Pero por mucho que haya sido lo último, debió tener algo de lo primero, y basta ver fiascos como el de Félix Salgado en Guerrero o el de Lenia Batres en la SCJ para comprobar que ni él las traía todas consigo para garantizar la coordinación adecuada de los cuadros morenistas, ya sea en el congreso o a nivel de piso.
Sin embargo, la comunicación social del gobierno fue suficientemente eficaz para que esos momentos de debilidad presidencial no se notaran. Los dimes y diretes entre morenistas casi siempre ocurrieron en privado, y en público lo que salía era el “apoyo” del mandatario, a veces arropando (así con esa palabra tan cursi que en política implica más bien inmoralidad tolerada) a personajes específicos (como Ana Guevara) y a veces desentendiéndose del asunto, “esa es cosa del partido, yo no me meto”, decía. Pero es porque ya se había metido, así fuera para dar su anuencia a que fulano y sutano se sacaran los ojos a ver quién quedaba de pie.
Como cada sexenio, los actores políticos vuelven a tantear sus alcances y límites, por lo que es esperable que la negociación, la falta de línea, los vacíos de poder y los otros signos del caciquismo y el tribalismo mexicanos, presentes en nuestra tradición política, se muestren más abiertos. Los siguientes casos, todos de esta semana, son buenos ejemplos, pero hay muchos otros, sabiéndolos buscar:
El primero, Arturo Zaldívar, el gran traidor según los trabajadores del poder judicial, o el gran prócer de la reinvención de la justicia según MORENA, tiene que salir a convencer a los propios trabajadores del poder judicial a que se inscriban en una elección donde prácticamente todos han optado por declinar. Evidentemente, esto quiere decir que los que están creen que la elección será una simulación, un fraude o al menos un piso disparejo. Pero que salga el exministro Zaldívar a dar “confianza” a quienes hoy lo detestan, es inexplicable, a menos que se quiera que ni esos 6 participen. Pero esto, claramente, no estaba planeado, porque una mayoría sin oposición no parece mayoría, sino dictadura.
El segundo, en la CNDH, la titular Piedra no está teniendo un proceso de ratificación sencillo. Gane o pierda, es claro que el apoyo del partido ya está dividido, y no gozará del absoluto respaldo que tuvo de AMLO, en reciprocidad a la absoluta servidumbre que ella tuvo hacia con él, desde el primer día. Que se haya inscrito la titular de la Comisión de la CDMX, cercana a la presidenta CS, ya dice mucho.
Y el tercero, que trascendió en las filas de MORENA que, desde el partido, se empieza a tratar a los diputados y senadores como empleados del aparato, no del pueblo, y además operativos. Se les han empezado a exigir informes semanales, como diseñados desde la prefectura de una escuela secundaria, en los que les exigen llenado de formatos, imágenes que “comprueben” sus actividades, y otras humillaciones claramente basadas en la desconfianza hacia ellos y en la falta de control percibida desde la cúpula. Sólo así se explica que se les pida hacer tareas con ese infantilismo abyecto. ¿Quién tiene entonces el control de qué, en este país de mayorías aplastantes? Los actores del río revuelto le apuestan a que todavía nadie. A ver si es cierto.
IGD