El confinamiento provocado por la expansión del coronavirus es particularmente duro para un nómada. Con Barcelona y buena parte de España en estado de emergencia, me es imposible no pensar en lo que hubiera sido de mi vida sin visitar por la mañana Laie, en Pau Claris, para leer El País y La Vanguardia sin atentar contra mis ínfimos ahorros estudiantiles. Me provoca una nostalgia incomparable pensar en aquella vieja costumbre de dejar la contraportada de cara encima de la barra de la cafetería como testigo revolucionario; especialmente cuando se trataba de un miércoles consagrado a Leila Guerriero, de un viernes de Juan José Millás, de un sábado de Fernando Savater o de un domingo de Manuel Vicent. O dejar entreabierta la página, doblando la esquina superior, en las columnas de Manuel Jabois, Jacinto Antón, David Trueba, Sergi Pàmies y Joaquín Luna. O en los reportajes de Placid García-Planas y las clínicas de corresponsalía impartidas por Rafael Ramos desde Londres. Entonces no se habían revelado ante mí las fantásticas piezas que escribe semana a semana Domingo Marchena sobre los grandes viajeros del mundo conocido.
Imposible, también, imaginarme sin establecer mi campamento romano en la cafetería de Altaïr cada tarde, excepto los domingos. Entre un café con leche y unas medialunas —a lo Julio Cortázar— leí con disciplina militar a grandes exponentes de la crónica como Ander Izagirre, David Jiménez, Patricia Almarcegui, Andrés Mourenza, Virginia Mendoza, Alfonso Armada, Mikel Ayestarán, Xavier Aldekoa, Agus Morales, Ramón Lobo, Xavier Moret o Javier Reverte.
Por las noches, en medio de ensoñaciones placenteras, me dejaba vencer por la impersonalidad de las Ramblas o la holganza del Raval para entregarme sin concesiones a los relatos largos de Richard Ford, a la virtud ensayística de Eloy Tizón o la heterodoxia palpitante de Juan Goytisolo.
Ahora que México afronta con una jocosidad insultante la inminente propagación de un virus causante de una pandemia mundial, me aterra ver amenazados de nuevo mis rituales. Al mismo tiempo que me parece una obviedad encontrar voces prescriptoras de literatura en medio del cataclismo. Como si leer no nos hubiese salvado siempre.