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Tortura e impunidad (2a parte)

Tortura e impunidad (2a parte)

Columnas lunes 02 de agosto de 2021 -

Por Manelich Castilla

La historia del secuestro de “N” a manos de una banda liderada por su pareja sentimental, “JL”, es real. Casos similares se repiten sin que se puedan activar mecanismos eficaces que los eviten. El destino legal de los policías pudo impedirse. La presunta tortura de “JL” pudiera representar su libertad.

¿Dónde está la justicia entonces? Se preguntarán muchas personas. ¿Acaso vale más la integridad del delincuente que la vida de la víctima? ¿No es merecido el escarmiento a criminales deshumanizados que por dinero violentan y matan? ¿Debieron los policías respetar el silencio del delincuente sobre el paradero de la víctima, a sabiendas de que podía costarle la vida? Intentemos responder.

La justicia no es el derecho. En tanto valor subjetivo, la justicia no está en las leyes, el proceso penal o en actuaciones policiales. Ser justo es una concepción de vida; una convicción basada en principios; aspiración por ser mejor ser humano, ente solidario y promotor de equidad. No se busque en las leyes la justicia, porque andan caminos separados. Se puede creer ser justo y -al mismo tiempo- ser delincuente ante la ley. A nadie convienen dichos contrastes.

¿Vale más la integridad del delincuente que la de la víctima? Absolutamente no. La respuesta implica invocar doctrina, leyes y criterios judiciales. Comencemos por el final: los principios internacionales acogidos por nuestra legislación, concluyen que bajo ninguna circunstancia se justifican los actos de tortura. Así de simple. No importa la causa que moralmente se invoque. Empero, hay que ampliar horizontes y percibir la diferencia entre la actuación firme de la autoridad y las acciones violatorias de derechos humanos.

¿Quién es un torturador? Quien para obtener información o una confesión, con fines de investigación criminal, como medio intimidatorio, castigo personal, medio de coacción, medida preventiva, o por razones basadas en discriminación, o con cualquier otro fin, cause dolor o sufrimiento físico o psíquico a una persona; cometa una conducta tendente o capaz de disminuir o anular la personalidad de la víctima o su capacidad física o psicológica, aunque no le cause dolor o sufrimiento, o realice procedimientos médicos o científicos en una persona sin su consentimiento o sin el consentimiento de quien legalmente pudiera otorgarlo.

Conducta distinta a lo antes citado no es tortura. Una intervención policial tiene un sin fin de alternativas distintas para obtener un resultado. No hay que sucumbir ante el embate de las acciones que en automático despliegan las defensas jurídicas de los criminales, que ante la más mínima muestra de firmeza de la autoridad argumentan violaciones a derechos humanos.

La jurisprudencia 1a./J. 10/2016 (10a.) de la SCJN arroja luz en el conflicto entre el ser y el deber ser en el tema que nos ocupa. Dice la Corte que es relevante que “como consecuencia de la tortura, se haya verificado la confesión o cualquier manifestación incriminatoria del inculpado”. Dicho de otra manera, el argumento de haber sido torturado, si no impacta en el hecho de que éste emita confesión o autoincriminación, no modifica el acervo probatorio que se haya construido en el caso. A contrario sensu, un acto de tortura con fines de autoincriminación, sí destruye las pruebas existentes. Y es lo que se debe evitar a toda costa.

Delincuencia organizada y sus representantes legales buscan inhibir la labor policial. Pretenden impunidad y no se les debe facilitar. Firmeza en el momento adecuado no equivale a tortura. La tortura, en cambio, sí es sinónimo de impunidad garantizada.

Cuerpos policiales y Fuerzas Armadas deben tenerlo en cuenta.

(La primera parte del artículo disponible en: https://www.contrareplica.mx/nota-Tortura-e-impunidad-Primera-de-dos-partes-20212578)


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