Sergio González
Uno de los más interesantes antecedentes de nuestro Sistema Nacional Anticorrupción puede leerse en extraordinaria relatoría de José Gómez Huerta Sánchez, en el número 14-15 de la Revista Penal México, del INACIPE, donde nos comparte lecciones de historia que no hay que soslayar. Veamos.
En la Nueva España, al asumir el poder, los virreyes se comprometían a obtener buen recaudo, administración y cobranza de la Real Hacienda. Se les obligaba también a dar cuenta del estado particular de sus gobiernos y remitir la información necesaria, por lo que no podían presentar generalidades.
Para ello, se implementaron los primeros mecanismos de control del poder. Por ejemplo, al terminar su encargo el Virrey debía entregar a su sucesor todos los despachos, órdenes, cartas y cédulas que hubiera recibido durante su administración, y si no lo hacía, se le negaba el salario del último año.
Otra medida fue la obligación de los funcionarios de presentar el inventario de sus bienes antes de acceder al cargo. Se creó también la institución del juicio de residencia, el mecanismo más importante durante la época colonial, que obligaba a los funcionarios a permanecer en el lugar donde habían ejercido sus funciones, por entre treinta y cincuenta días y cuyo objetivo primordial era evitar la corrupción porque lo perseguido con mayor rigor fueron las infracciones en perjuicio de la Real Hacienda.
Dicho juicio consistía en una revisión a que se sometía a cualquier oficial de la Corona, bien fuera al finalizar su cargo o en cualquier momento del ejercicio. Algunos Virreyes y oficiales fueron residenciados después de muertos, si se aducían causas graves en su actitud y desempeño. Uno de los primeros juicios de residencia en la Nueva España fue el que se le siguió a Hernán Cortés, en julio de 1526. Es decir, nadie escapaba.
El despliegue de este juicio implicaba dos procedimientos: uno secreto, en el que el juez analizaba el desempeño del enjuiciado de acuerdo a su ejercicio público, su moral y su vida privada; y otro público: en donde cualquier particular que se consideraba agraviado podía promover querella, aunque debía presentar una fianza que perdía en caso de no probar su dicho, con lo que se evitaban las falsas acusaciones, venganzas personales o envidias.
A casi todos los Virreyes residenciados se les absolvió y felicitó. Sin embargo, hubo algunos que eran mal vistos por los jueces o que éstos, queriendo demostrar un celo exagerado de su misión, llevaron sus juicios a desproporciones y abusos. Las penas que solían imponer eran la pecuniaria, la inhabilitación temporal o perpetua y el destierro. Este juicio contuvo el abuso de los funcionarios públicos, ya que sabían que, una vez terminado su servicio quedaban expuestos a las denuncias de los gobernados y a la acción de la justicia. ¡A leer!
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