Por Luis Alberto Monteagudo Ochoa
La conciencia de las sociedades es un producto que se construye con el tiempo. Al igual que una persona en lo particular, la experiencia alerta sobre los posibles caminos a seguir. Los errores y fracasos, muchas veces más aleccionadores que los aciertos y los éxitos, procrean en el alma un importante sentido de vivencia.
La política es también un aprendizaje continuo repleto de cicatrices que son como trofeos de combate, en donde la mayoría de las veces se pierde, y donde las consecuencias pueden tener su mejor pedestal en la memoria.
Muchos de los sistemas democráticos, fundamentalmente en América Latina, son relativamente recientes, tras experiencias traumáticas que, sobre todo en el Sur, dejó la vivencia de la guerra fría con un haber de sangre y muerte, y su consecuencia fue en algunos casos, la construcción de sistemas constitucionales más fortalecidos, una efectiva crítica al autoritarismo, aunque una entrega irredenta a veces al mesianismo de un discurso al que no podemos llamar de izquierda, sino más bien así: “mesiánico”, por la promesa de la salvación a todos los males, una especie de kathársis debido a los golpes de las dictaduras o sistemas autoritarios que con todo y su mano de hierro, no pudieron evitar el resentimiento latente en sus sociedades.
Como parte del principio reivindicativo, el enaltecimiento de la idealización popular, produjo justas aspiraciones a la reivindicación de derechos, y hasta la generación de políticas públicas exitosas como en Brasil, Ecuador o Bolivia, que tampoco evitarían su desecho en los países a los que efectivamente garantizaron un importante crecimiento a lo largo del principio del siglo XXI. Por otro lado, el frenesí popular, fetichizado, también puede servir a lo Robespierre quién se dijera la mismísima encarnación de la rousseauniana “voluntad popular”, en nombre de la cual llevó a la perdición a la propia revolución en sed vengativa que empapó la guillotina con la sangre de miles de inocentes.
El uso del llamamiento popular también tiene otra parte negativa, ésta en las democracias representativas, y es la permanente caza de votos haciendo del oficio político, una mezquina lucha electoral para agradar al posible votante.
No deja de ser sorprendente retomar el ejemplo del favor popular, favorecedor a un presunto criminal, como única garantía para competir por una gubernatura, pues en dado caso se demuestra lo falaz de la apelación a las mayorías, para atentar contra la legalidad, y contra la propia ética que en ningún momento aconseja que una autoridad democrática ostente un perfil delincuencial tan bajo. La abyección del propio sistema es a lo que conduce su vulgarización, enalteciendo no el apotegma liberal de la “elección de los mejores de entre los ciudadanos”, sino el muy mediocre oportunismo electoral al gusto de la ignorancia y la dependencia.