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Cuando me muera quiero que me toquen cumbia

Cuando me muera quiero que me toquen cumbia

Columnas jueves 11 de junio de 2020 -



La primera vez que presenté un examen en la Universidad de Buenos Aires me reprobaron. El examen constaba de una sola pregunta sobre una obra de Soriano o Saer, ya no recuerdo. En mi respuesta la profesora marcó la palabra “bonaerense” y le agregó todos los signos de exclamación que cupieron en la hoja.

Llevaba solo un mes en Argentina y no tenía idea de que esa palabra no era precisamente un sinónimo coloquial de “porteño”. Le pregunté a una compañera por el atroz subrayado: “No, piba, vos hablás de la cana cuando decís ‘Bonaerense’. ¡De la policía! Y no cualquier policía…”.

Para que comprendiera mejor por qué esa palabra podía costarme el curso, me sugirió dos o tres lecturas sobre las operaciones de tortura de Ramón Camps. Me recomendó también algunas películas sobre la dictadura que podía comprar en el segundo piso de Puán por pocos pesos, y una caminata por el Club Atlético de detención y exterminio de Paseo Colón.

Seguí sus instrucciones y una lectura me llevó a otra y a otra. Cada publicación era más reciente que la anterior: la dictadura militar había terminado hace más de treinta años pero no los abusos de la cana.

Entonces leí “Cuando me muera quiero que me toquen cumbia” de Cristian Alarcón (Aguilar 2015), una investigación sobre el asesinato de un “pibe chorro”: Víctor Manuel el “Frente” Vital, un ladrón de 17 años de la villa de San Fernando acribillado a quemarropa por un cabo de la Bonaerense. Lo que cuentan sus vecinos es que mientras Víctor se rendía y gritaba escondido bajo la mesa de un rancho “¡No tiren, nos entregamos!”, la cana le contestó repetidamente “no” y le destrozó la cara a tiros.

Con la muerte de El Frente y el inicio de la democracia, los habitantes de San Fernando vieron cómo se ampliaba la diferencia entre ricos y pobres, y presenciaron a carne viva el inicio de una nueva escuela de ladrones que sin códigos o respeto por su propio barrio saqueaban a sus vecinos, implantando un nuevo orden de intimidación y narcotráfico.

Alarcón se encontraba investigando sobre los Escuadrones de la Muerte del conurbano de Buenos Aires, cuando escuchó hablar del mito de El Frente, una suerte de Robin Hood arbitrario, un ídolo pagano entre los ladrones de las villas de San Francisco, 25 de mayo y La Esperanza. Desde su muerte, sus amigos y otros ladrones de la villa le ofrendan drogas y alcohol en su tumba para pedirle que tuerza el destino y que las balas de los policías no los alcancen cuando salgan a robar.

Es alrededor del mito de El Frente como generoso patrono de los ladrones que Alarcón construye una non-fiction que ahonda en la realidad de las villas miseria, sus dinámicas de organización y territorialidad; sus códigos de delincuencia, solidaridad y traición; el vínculo letal entre la cana y “los transas” (dealers de la villa); así como la relación de los pibes con la Bonaerense en la que abundan los fusilamientos clandestinos

Para entender la carcajada del gatillo fácil y los pasillos de cemento como barricadas de hambre contra el aparato policial, Alarcón se sumerge en la villa, entrevista a las madres de los pibes chorros y a amigos de El Frente; participa en comilonas, cumpleaños y funerales, y presencia enfrentamientos entre pandillas. De manera intermitente y móvil, la narración de Alarcón expone sus acercamientos con distintos habitantes de la villa, tal como los prejuicios, la molestia o el miedo que siente al escuchar sus historias.

Alarcón modera la fascinación por el barrio, y sin simpatizar con la violencia o buscar difuminar la brecha que distancia su vida con la realidad tumbera, muestra la complejidad de intereses y necesidades que azota las vidas de los pibes. La narración es vertiginosa como la cotidianidad villera, sus encerronas con la Bonaerense y los escopetazos policiales. El libro genera una atmósfera de opresión y aventura con olor a pegamento.

“Cuando me muera quiero que me toquen cumbia” —nombre de la canción favorita de El Frente y título que dio Alarcón al libro con ayuda de Pedro Lemebel— contiene momentos melodramáticos que dicen más de la narración que hace la villa de sí misma, que de un escritor que busca espectacularizar o caricaturizar la vida de estos barrios. Hay mujeres que curan a diario las heridas de sus hombres, una pareja unida por el VIH, madres que defienden a sus hijos de los perros rabiosos de la Bonaerense, largas fiestas con cumbias de sicarios, niños que soportan las primeras balas de pie por lo empastillados que están.

En la villa de Víctor Vital, los pibes chorros se tatúan cinco pequeñas marcas, cuatro que forman un cuadrado y la quinta que colocan en el centro. Quien lo porta alguna vez fue sitiado por la pólvora de la Bonaerense y con ese trazo conjura una venganza en la que se promete un día invertir la trampa.


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/CR

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