Esperaba hace unos días a una conocida economista fifí en un no menos conocido restaurante japonés — nada más no coincidimos políticamente, pero está convencida de que puede reeducarme, como si en la 4T fuera posible reeeducarnos, así que de vez en cuando nos citamos para comer—, y, tequila en mano —no, no va a convencerme de las virtudes del sake, no insistan—, me dediqué, mientras su chofer esquivaba el tráfico en ese Mercedes lujosísimo, a escuchar discretamente la conversación de las dos mujeres que comían en la mesa de al lado. Transpiraban desencanto. Pertenecían, claramente, a ese sector social que vive entre la Condesa, la Roma, Polanco y Las Lomas, o sea el circuito hipster-fifí, que decidió en su momento votar por nuestro Líder Supremo y ahora se retuerce de arrepentimiento, insensible a las virtudes de repartir cash entre los jóvenes, apuntalar la utopía con Bartlett y Jiménez Espriú, ir de la mano con el PES y quemar carbón, sin tenencia. No es que en principio estuviera muy atento a ellas: estaba tratando de reactivar mi cuenta de Twitter, claramente saboteada por oscuros intereses nacidos en el ITAM (no lo he conseguido, pero prometo que llegaré a buen puerto).
Sin embargo, hubo una frase que me jaló definitivamente:
—Ay, no: esto no es izquierda. A mí Denise Dresser me enseñó que la izquierda es otra cosa —dijo una de ellas, rigurosamente vestida de Pineda Covalín, mientras daba un trago delicadísimo a una copa —sí: copa— de mezcal.
Y a esa frase siguió la retahíla de siempre, la de los machuchones que no aceptan que esto ya cambió, que el cambio es radical y, como dije en la entrega anterior, que vamos muy bien. Que un líder de izquierda no tiene un discurso religioso más insistente que el del padre Maciel, vino a decir la compañera.
Que no se enfrenta con las comunidades indígenas. Que no se alía con el Ejército. Que no se dedica a bombardear a la sociedad civil y a los organismos independientes. Que no se aferra en apostarle a los hidrocarburos. Que no ejerce un poder hegemónico, de —así dijo— “control freak, mal”, metiéndose en cada aspecto de la vida del país, desde la seguridad, la economía o los hidrocarburos hasta la barbacoa o el beis.
Perdonarán las dos compañeras, pero disiento: nuestro Gran Benefactor es, rigurosamente, un hijo de la izquierda. Bueno: un padre. Porque a ver. ¿No se la pasaba el comandante Hugo Chávez haciendo referencias a Cristo? ¿No gobierna el camarada Maduro con el ejército? ¿No se enfrentaron los sandinistas hasta con las armas a las comunidades de miskitos en Nicaragua? ¿No se distingue la gloriosa Revolución Cubana por encarcelar a cualquier disidente, de Osvaldo Payá a las Damas de Blanco? ¿No le apuestan Venezuela al petróleo y Bolivia al gas? ¿No era Fidel Castro el que lo mismo se ponía a criar vacas en una azotea del Vedado, que jugaba básquet, que dirigía las operaciones militares en Angola (desde La Habana), que te enseñaba a cocinar pasta, que mandaba fusilar a Arnaldo Ochoa, que se subía a un tanque o armaba la gran Zafra?
No, perdón: en este país, desde el 1 de diciembre, somos de rigurosa izquierda. Somos parte de la historia. Si ven las experiencias a que hice referencia arriba, es decir, si piensan en la historia, sabrán cómo, exactamente, es el futuro glorioso que nos espera.
#Porestosivotamos.