Por Ricardo Burgos Orozco
Recuerdo cuando era un chamaco no se hablaba -- ni en la escuela ni en la casa -- de cuidar nuestra dieta, de comer sanos, de tomar agua purificada. Al contrario, tomábamos agua de la llave o directamente de la manguera en cualquier parque o jardín donde jugábamos, comíamos de todo y sin medida; nunca nos hizo daño nada, sólo tal vez dientes picados por tanto dulce. Eso sí, las madres, con su sabiduría infinita, nos desparasitaban cada año.
Resulta que ahora México es primer lugar mundial en obesidad infantil, un problema que está presente en todas las edades de niñas y niños en edad escolar. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) señala que poco más de una quinta parte de la población infantil de cero a 18 años, tiene riesgo de padecer sobrepeso.
Según el organismo, 18 por ciento de niñas y niños de cinco a once años son gorditos y el problema va en aumento conforme los pequeños se vuelven adolescentes, jóvenes y adultos.
En la administración pasada de Enrique Peña Nieto se publicó un acuerdo de lineamientos generales para el expendio y distribución de alimentos y bebidas preparados y procesados en las escuelas del Sistema Educativo Nacional. Todas los centros escolares públicos y particulares debían acatar esa disposición sin excusa ni pretexto.
Cuando menos en la Ciudad de Méx
ico había una supervisión estricta para cumplir con esa disposición. Las cooperativas escolares de las cinco mil escuelas de educación básica (jardines de niños, kínder, primarias, secundarias y centros de educación especial) dejaron de vender productos azucarados o sea dulces y refrescos, principalmente.
Apenas hace unos días, leí que la Cámara de Diputados aprobó un dictamen -- otro intento más -- para combatir la desnutrición y la obesidad infantil prohibiendo la venta y suministro de bebidas azucaradas y alimentos envasados de alto contenido calórico a menores de edad en las escuelas públicas y privadas.
La nueva reglamentación, que está en proceso de aprobación en la Cámara de Senadores, también contempla eliminar en los centros escolares las máquinas expendedoras de productos “chatarra” que normalmente las vemos en las instituciones privadas de enseñanza.
Ya aprobada, la Secretaría de Educación Pública será la encargada de vigilar y garantizar que tanto los productos “chatarra” como los refrescos no sean distribuidos en las escuelas y mucho menos que sea sólo lo que consuman niñas y niños.
Ojalá que ese nuevo decreto tenga éxito, pero insisto que la educación alimenticia de los menores de edad debe empezar por la casa y con sus padres. Un documento obligatorio no va a desaparecer años de costumbres y malos hábitos nutricionales, a menos que de plano borren del mapa del consumo nacional los alimentos bajos en contenido proteínico.
Nuevamente van a ser los maestros quienes tengan que hacerle de especialistas nutriólogos, de cuidadores, de filtros de los alimentos que consumen niñas y niños y, por supuesto, de dar clases. Se les va a cargar la chamba nuevamente.