Columnas
Los días de siembra y cosecha en la milpa son algunos de los recuerdos más hermosos de mi infancia. Recuerdo el olor a tierra mojada, las manos firmes de mis abuelos guiando las mías mientras colocábamos las semillas en la tierra, la comida compartida bajo la sombra de un árbol después de una jornada en el campo. En las tardes, me entretenía desgranando mazorcas, separando los granos con paciencia, algunos para las tortillas que mi familia preparaba y otros para las aves que nos visitaban en las mañanas. El maíz no era solo alimento; era un vínculo con nuestra tierra, con nuestra historia, era parte del encuentro familiar.
Por eso, la reforma constitucional que reconoce al maíz como elemento de identidad nacional y de soberanía alimentaria es más que una victoria legislativa: es un acto de justicia para nuestra historia y nuestro futuro. Esta reforma, impulsada por la Presidenta y aprobada ayer en el Congreso, establece la obligación del Estado de garantizar el cultivo de maíz libre de transgénicos en México, reafirma el derecho a una alimentación adecuada y protege la biodiversidad de nuestras variedades nativas.
El maíz es la base de nuestra cultura y nuestra alimentación. Desde hace milenios, ha sido el sustento de pueblos enteros y ha definido la vida de comunidades campesinas que, generación tras generación, han perfeccionado su cultivo, su selección y su conservación. Sin embargo, en las últimas décadas, las semillas nativas han estado en riesgo debido a la introducción de organismos genéticamente modificados y a las presiones del mercado global. La contaminación genética de nuestros maíces no solo pone en peligro la diversidad biológica, sino que también amenaza nuestra soberanía alimentaria y los conocimientos tradicionales que han permitido su preservación.
La aprobación de esta reforma es un paso fundamental para frenar esas amenazas y garantizar que el maíz nativo siga siendo el corazón de nuestra alimentación. Significa que el Estado tendrá la obligación de promover su conservación y de evitar que los intereses privados de grandes corporaciones pongan en peligro el futuro de nuestras semillas. También es un reconocimiento a las manos campesinas que, con esfuerzo y dedicación, han protegido la riqueza de nuestra tierra.
Pero esta reforma no es solo una cuestión de política pública; es un acto de defensa de nuestra identidad. México no se entiende sin el maíz. Está en nuestras tortillas, en nuestros tamales, en nuestros elotes y atoles. Está en los calendarios agrícolas de las comunidades indígenas, en los rituales que dan gracias por las cosechas, en la milpa que, además del maíz, nos da frijol, calabaza y chile. Es un símbolo de resistencia, de autonomía y de vida.
Desde mi infancia en el campo hasta hoy, he visto cómo el maíz sigue siendo el centro de nuestra historia. Pero también he visto cómo se han reducido los cultivos nativos, cómo se ha intentado desplazar lo nuestro en favor de semillas modificadas y de una producción que privilegia la cantidad sobre la calidad y la tradición. Ahora, con esta reforma, se abre una esperanza. Una esperanza de que las nuevas generaciones sigan viendo los campos llenos de maíz nativo, de que el alimento que llega a nuestras mesas sea nutritivo, inocuo y culturalmente adecuado, de que la milpa siga siendo ese espacio de conexión con la tierra y con quienes nos enseñaron a cuidarla.
Esta reforma es el resultado de años de lucha de campesinos, académicos, ambientalistas y ciudadanos que han defendido nuestro maíz ante los intentos de mercantilizarlo y modificarlo. Es también un compromiso para el futuro: garantizar que su implementación se traduzca en acciones concretas que protejan a nuestros productores, que fomenten el consumo del maíz nativo y que impidan la introducción de transgénicos en nuestro territorio.
Tengo la esperanza de volver a ver el lugar que me vio crecer con los campos llenos de maíz nativo, de seguir viendo a niñas y niños aprender de sus abuelos el arte de la siembra y la cosecha.